Con France (Bruno Dumont, 2021) me ha pasado algo particular: conecto con su mensaje, con su trasfondo, incluso con la infelicidad de su protagonista, pero me pierde con su forma y el modo que tiene de exponer lo que se puede leer entre sus costuras. En realidad es una película extraña tanto por su uso extremo de la sátira, muy dado al vaivén, como por su inconsistencia de tono, o emocional, si preferimos. Léa Seydoux —como siempre, magnética— es una periodista ultrafamosa, la France del título, a la que todo el mundo pide selfies y que nunca tiene anonimato, y que a raíz de determinado evento cuestionará su personalidad, su vida y su profesión. Pues bien, teniendo en cuenta que la película de Bruno Dumont tiene más de crítica social a la relación que mantiene su país, Francia, con los medios de comunicación y el modo de interactuar con ellos, en el que la manipulación informativa es tan común y tan flagrante que casi es para reírse —o llorar—, no es descabellado extraer que podríamos estar delante de una obra compleja, o difícil. Pues nada más lejos de la realidad: France es anárquica, desestructurada, inestable, a veces desopilante, a veces terriblemente estúpida, a veces inteligente. Detrás de cada decisión de estilo, Dumont contrapone siempre varios puntos de vista, y si bien es capaz de convencer cuando se pone dramático, en parte gracias a la soberbia interpretación de Seydoux, a la escena siguiente estará saltando como una cabritilla sobre la gravedad que había logrado para reírse —y mucho y muy fuerte—, de sí mismo, de su película, de todo lo que cabe en ella y, lo que es peor, de sus propios personajes. Pareciera a veces que estamos ante una de las marcianadas de Quentin Dupieux —sin desmerecerlas en absoluto, todo lo contrario—, en la que los personajes son tan capaces de gritar «te amo» como si les estuvieran arrancando el bazo sin anestesia como de cantar a voz en grito un temazo medieval en latín. Y eso habría de ser suficiente para que France no sea para todas las audiencias, más teniendo en cuenta que detrás de toda la parafernalia hay algo que decir, y si me permiten, algo lícito y sugestivo.
Que Bruno Dumont está pasado de vueltas con France no se puede negar, pero decir que es imposible rescatar grandes ideas de su visionado sería faltar a la verdad.
Pero volviendo un poco a lo dicho, es muy necesario comentar sobre la aparente contradicción que existe entre que France es una película con la que es muy fácil conectar por lo que dice y, a la vez, cómo es fácil sentirse tremendamente estafado por cómo lo dice y cómo se deriva de ello: ese «problemas del primer mundo» del personaje de Seydoux es casi insultante en términos generales, pero satisfactorio al verlo desde una posición de «no comparación», tanto que es posible empatizar con sus lágrimas y con sus sonrisas, pero también con una creciente sensación de trampa mortal que va surgiendo con cada cambio de tono y de escenario, con cada ambigüedad moral, con cada tremendísima tontería de guion que hace que todo lo anterior —y lo posterior— se convierta en un chiste malo. France es complicada de mirar, muchas veces incluso desesperante, pero no por ello provoca la necesidad de abandonar su visionado, todo lo contrario: el zigzagueante modo que tiene de afrontar la manipulación periodística endémica del mundo globalizado, la afilada crítica a la frivolidad, la relativización de todo lo que tiene que ver con la cotidianidad de una estrella al compararlo con la verdadera tragedia —incluso en el mismo plano, con bombardeos y muerte incluidos—, es tan brutalmente evidente en su narrativa que uno sigue necesitando casi por imperativo toxicómano conocer la siguiente barbaridad estilística. Que Bruno Dumont está pasado de vueltas con France no se puede negar, pero decir que es imposible rescatar grandes ideas de su visionado sería faltar a la verdad. La felicidad, la del personaje de Seydoux, que supone, al fin y al cabo, uno de los principales puntos de la obra, no deja de ser una variable que depende de uno mismo y no de los demás, una que convierte en irrelevante el mal ajeno para la propia contextualización del bienestar emocional, y por mucho que queramos sentir desprecio por una mujer que lo tiene todo y se queja por nada, que manipula y pervierte la información, que es narcisista de un modo incluso paródico, es complicado precisamente porque nos mangonea su mirada y su presencia del mismo modo que se lo hace a sus audiencias y a todos los que la rodean. Puede que, después de todo, France acierte en algo, y es en representar sus verdades haciendo caer a los espectadores exactamente en el mismo sesgo. Y bueno, eso debemos alabarlo, ¿no?