Revista Cintilatio
Clic para expandir

First Cow (2019) | Crítica

En busca del último lugar
First Cow, de Kelly Reichardt
Divertida y triste, luminosa y también sombría, la película de Kelly Reichardt se convierte en una fábula que, carismática y atemporal, toca temas como la concepción de la masculinidad o la amistad desde la vigencia absoluta y la totalidad emocional.
Por David G. Miño x | 13 mayo, 2021 | Tiempo de lectura: 5 minutos

Qué buen gusto tiene Kelly Reichardt. No es que First Cow (2019) abandone sus propios códigos en absoluto, ni que ofrezca ningún tipo de innovación sobre lo servido, pero su desarrollo gentil y reconfortante trae a la mente el mejor cine de autor, uno que rechaza las convenciones que sobreintelectualizan la producción y que, aún así, funciona a tantos niveles como queramos ver. En este caso, el centro orbitará alrededor de una historia de amistad entre inadaptados, o disidentes involuntarios, que reformula el baremo de la masculinidad y la revaloriza, sin ornamentos ni dobles sentidos: una película que, al fin y al cabo se olvida de las ramas que salen fuera del árbol y construye su tesis bien pegada al tronco, con unas inquietudes de estilo fuertes y bien posicionadas, y con un carácter alegórico que aterriza sobre una literalidad que, a su vez, resulta tanto o más estimulante por lo original de su planteamiento.

John Magaro interpreta a Cookie, un cocinero que trabaja para expediciones de tramperos con el cometido de preparar el rancho para el grupo. Orion Lee es, por su parte, King-Lu, un enigmático migrante chino que parece tener bastantes problemas al que persiguen un grupo de hombres que le quieren ajusticiar sin contemplaciones. Del encuentro de ambos surgirá una improbable amistad que subvierte la figura del hombre del siglo XIX —y la actual, realmente— y lo dota de una multidimensionalidad y unas inquietudes morales que son, hasta cierto punto, inéditas: los valores de fraternidad y camaradería, si bien no son nuevos en absoluto, alcanzan en First Cow unas implicaciones morales que van mucho más allá del «somos colegas y estoy contigo hasta la muerte», ya que lejos de construir algo en torno a la lealtad, una cualidad casi siempre explorada desde la ranciedad y la camaradería tóxica, lo hace sobre la comprensión y la empatía, sobre el respeto y la gratitud, sin que medien oscuridades de ningún tipo. De la belleza singular y atípica que emana de ver a Cookie buscando setas silvestres entre la maleza y, con una sonrisa casi infantil, rescatar a un pequeño reptil que ya se veía a sí mismo en el otro barrio surge el verdadero corazón que Kelly Reichardt ha instalado en las profundidades de su filme: la representación atípica de la bondad sobre la miseria, a la que tanto uno como otro de los dos protagonistas accederá desde puntos diversos pero aportando gestos y sensaciones que harán que el respetable, casi de modo inconsciente, acabe sonriendo sin darse apenas cuenta.

Un alto en el camino en el que pararse a respirar que, siguiendo las directrices del gran cine, solo depende de sí misma para levantarse y echar a andar.

La vaca es un elemento central desde el punto de vista semántico.

El conflicto, o mejor llamado el centro del relato, está situado en una vaca, la del título: a Oregón, el lugar donde ocurre la acción, llega un ejemplar del magnífico mamífero, directo a manos del terrateniente del lugar para su uso y disfrute personal. La relación que establece Cookie con esta «primera vaca» funcionará como metáfora de la comunión del hombre con la naturaleza y, usando la figura del animal como ancla con las inquietudes de crecimiento social y vital de los dos amigos, representará la peligrosidad de «robarle la leche» al radical jefe de la zona. Lo que sabe hacer Kelly Reichardt como nadie es ir montando su relato sobre unos cimientos simples, pausados en su desarrollo, pero que en cualquier momento pueden significar mucho más basándose para ello en simples gestos —el cariño con que Cookie echa la miel sobre los pequeños pasteles, la sinceridad demoledora de King-Lu que no juzga ni alecciona— que de otro modo, y no estar integrados dentro de una obra de la identidad de First Cow, podrían pasar desapercibidos: los dos personajes principales, aunque son los que viven fuera del sistema en la clara definición del wéstern —género del que recoge sus tropos y los actualiza—, son colocados por la cineasta al nivel semántico de todos los demás integrantes de la sociedad que retrata, lo que aporta al filme una mirada clara que, aún en sus momentos más duros, se reinterpreta a sí misma una y otra vez cautivando por su sobriedad, pero a su vez por lo triste y alegre que puede llegar a tornarse.

La búsqueda constante de la inadaptación como elemento central, que arroja un cable al que agarrarse a todos aquellos que alguna vez han estado fuera de lugar, define en sus propios parámetros lo que significa cometer un acto censurable desde la buena intención, con todo lo contradictorio que pueda parecer. Su diseño estructural, además, ayuda a colocarnos como público en la situación del que interpreta sin que exista la necesidad de encontrar una respuesta clara y cerrada a todo lo visto, y mientras concluye en lo difuso, se abre al mundo con una intención mucho menos ambiciosa: ser un alto en el camino en el que pararse a respirar que, siguiendo las directrices del gran cine, solo depende de sí misma para levantarse y echar a andar.