Revista Cintilatio
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Fallen Leaves (2023) | Crítica

De conciencia de clase y algo de amor
Fallen Leaves, de Aki Kaurismäki
El finlandés Aki Kaurismäki dirige un filme cautivador, un arrebato de pequeño gran cine. Y en menos de hora y media de duración, ofrece una mirada de lo más lúcida sobre el amor, las relaciones, la política y la conciencia de clase.
Por David G. Miño x | 5 enero, 2024 | Tiempo de lectura: 7 minutos

Una película es algo completo, un conjunto cerrado en el que todo se relaciona entre sí para dar paso a algo mayor, una unidad indivisible en la que la imagen, la música y el sonido, el montaje, las interpretaciones y los personajes y cualquier aspecto técnico que podamos enumerar van de la mano y enuncian una frase exacta y delimitada. Intencionada. Pulida. Los filmes que fracasan aquí fracasan en general. No les podemos llamar obras completas, no nos podemos referir a ellos de una manera integral porque no son, en realidad, un ente global, sino una suma de partes inconexas que albergan la esperanza de que la audiencia esté despistada cuando saltan de un lugar a otro sin ton ni son. En el caso del gran cine, e igual que una oración compuesta de varias proposiciones, los pesos pueden variar, inclinarse hacia un lado o hacia otro, empujar la narrativa desde diferentes escenas a la vez que va creando ese absoluto. Y Kaurismäki bien podría estar haciéndolo aquí, en la extraordinaria Fallen Leaves (2023). Un filme mágico que va conectándose desde el humor negro, desde una mirada profundamente política y una exploración de la soledad y la conciencia de clase fuera de toda duda. Si me permiten, y antes de entrar en harina, voy a derivar este texto crítico brevemente hacia esa interrelación de proposiciones, de escenas. Hacia dos en concreto.

Por un lado, aquella que habla del personaje de Alma Pöysti, una mujer solitaria que malvive a base de empleos precarios, de carácter y de pocas palabras. De carisma de sonrisa de medio lado y ojo guiñado, que lleva puesta la mirada de Liv Ullmann. Ella, en uno de esos trabajos alienantes y mal pagados, en este caso en un supermercado, tiene un encontronazo con un jefe abusivo que la increpa por llevarse comida en vez de tirarla a la basura una vez caducada. Sus compañeras la apoyan y la defienden, aunque no consiguen evitar el despido. Tras ello, salen del supermercado por la puerta trasera, y Kaurismäki está allí esperando para observarlas caminar a dos de ellas, juntas, de la mano. No se dan las gracias, no se hablan. Él las sigue lentamente con la cámara, sin virguerías ni gritos de «soy un autor». Ellas solo se alzan sus manos entrelazadas, se sonríen, y se van cada una por su lado directas a lo más profundo de la noche. Conciencia de clase virgen, ellas conectadas a través de una mirada sincera y honesta, que no tiene el más mínimo reparo en condenar la injusticia, pero sin perder nunca de vista el verdadero significado de eso de salir a la oscuridad tras haber sido ninguneadas: lo humano, lo esencial.

Por otro lado, aquella que habla del personaje de Jussi Vatanen, un hombre meditabundo y sarcástico, alcohólico y abandonado. De pelo impecable pero unos zapatos y abrigo delatores de su verdadera posición social. Él está en el pub. Un grupo toca. Todos callan, beben y miran. Todos con caras curtidas, cansadas. De barbas descuidadas, cabellos que vieron días mejores, ojeras profundas. Unidos ante una música que les hace estar juntos y, lo más importante, mirando en la misma dirección. El montaje nos lleva por ellos, y los entendemos. Vaya si los entendemos. Kaurismäki atestigua de frente, observa sin pestañear a todos esos pobres diablos que saben más de la vida que de la música que suena, pero que les une a unos niveles insospechados. A un nivel conmovedor hasta lo imposible. Y volvemos al protagonista, que bebe de espaldas al grupo, sentado, probablemente ajeno a la gente, a la música y al mundo en general. Ni siquiera puede mirar en la misma dirección. Está tan solo que está solo hasta con los que están solos.

Un pequeñísimo gran cine de tipo directo, orgánico, simple, precioso. Reivindicativo, políticamente activo y posicionado, firme en su discurso.

No es Fallen Leaves una película que se crea nada que no es, sino que se sabe sencilla y se construye desde la simpleza, sin grandes palabras ni escenas grandilocuentes. Kaurismäki sigue armando su castillo casi como un artesano, que sabe en qué lugar de la narración encaja cada una de sus piezas para que al final no se vean las uniones. Esas dos escenas clave lo tienen (y lo contienen) todo. Tienen la sustancia, la verdad, de dos personajes; tienen también el pegamento, la capacidad de funcionar como enlace entre lo que vino antes y lo que vendrá después; y también una fuerza asombrosa a la hora de demostrar entidad propia. Y es esto algo extraordinario, que obliga al espectador a percibir casi al instante la grandeza de lo que tiene delante, sin necesidad de obligarse a sí mismo a decidirlo de manera artificial en futuras reflexiones. Este pequeñísimo gran cine que podemos degustar con Fallen Leaves es de ese tipo directo, orgánico, simple, precioso. Una clase de filme que se articula con tanta honestidad alrededor de su intención, tan poco afectado ni poseído por imposturas de autor baratas, que desarma cualquier prejuicio que uno pudiera tener antes de sentarse ante la pantalla.

En Fallen Leaves hay mucho cine, se la mire por donde se la mire.

Si hay algo que cautiva de cómo rueda Kaurismäki es su facilidad para dar forma a algo tangible. A ser reivindicativo, políticamente activo y posicionado, firme en su discurso. Lejos de la exasperante equidistancia. Aquí hay marxismo, hay conciencia de clase, hay un dibujo de la sociedad que no evita las líneas incómodas. Hay también una ligereza a la hora de exponerlo que hace que sea posible sentirlo sin los aspavientos y las afectaciones con las que se suele hablar de política en el cine. Hay, en definitiva, una mirada clara. Una sobresaliente comprensión del tono que convierte el visionado en una experiencia fácil, que no exige nada, que mantiene su consistencia, su agilidad, incluso su afilado sentido del humor, sin perder nada de trascendencia por el camino. Casi pareciera como si estuviéramos viendo un cine que adopta la forma solitaria y nostálgica de las pinturas de Edward Hopper, con esa luz que entra en los habitáculos más improbables pero sin la sensación de pérdida constante. En Fallen Leaves hay casi felicidad dentro de su tristeza, una que interpela al espectador y le hace sonreír aun cuando todo es miseria, injusticia, guerra, muerte, dolor y pobreza. Casi como en aquella escena final de Tiempos modernos (Modern Times, Charles Chaplin, 1936) en la que los personajes de Chaplin y Goddard caminan hacia el futuro y que Kaurismäki homenajea con excelente buen gusto (entre otros tantos, entre los que podemos contar a artistas tan dispares como Jim Jarmusch o Robert Bresson).

El cineasta finlandés, además, no aparta la mirada de la guerra. Y no solamente no la aparta, sino que la convierte en ese elemento que hace daño con su sola presencia. En algo que duele por existir, que persigue en las radios, en las televisiones, en las conversaciones. En algo terrorífico y doloroso que asoma la cabeza en cada esquina y nos modela como sociedad, muy a nuestro pesar. Que nos atormenta en segundo plano dando forma a nuestro día a día, a nuestras relaciones y nuestras emociones. Es Fallen Leaves un filmes de muchos «segundos planos», de muchos viajes y muchas ironías. Pensemos en el personaje de Alma Pöysti, tantas veces en ese tranvía solitario y frío, en el que siempre hay alguien detrás que nos interpela desde el fuera de foco. O en cómo una tarjeta con un teléfono apuntado, tan analógica, que se va volando en medio de este mundo digital puede provocar que las cosas cambien. Después de todo, Fallen Leaves no es una película sobre el amor, sino una película en la que tal vez haya amor. Lo que sí podemos asegurar es que la mirada de Kaurismäki sigue intacta, sin innovaciones sobre su propio estilo pero sí tan aguda como el primer día. Y en tiempos de franquicias interminables y cine prefabricado es exactamente la clase de filme que sabe mantener el listón en su sitio.