En el año 1816, el Méduse, una fragata francesa, encallaba en la Bahía de Arguin, en la costa de Mauritania. Unos ciento cincuenta hombres, ante el desastre y la cruda realidad que surgió al percatarse de que no cabían todos en los cuatro botes que montaba la nave, fueron obligados a hacerse a la mar en una balsa improvisada con la promesa de ser remolcados a la orilla, para luego ser abandonados a su propia suerte durante trece días, momento en que los rescataron cuando solo quedaban quince de ellos en pie. Así, Agustí Villaronga coge el texto de Alessandro Baricco, Océano mar, y lo lleva al cine en una suerte de poema visual, de experimento fílmico más tendente al esfuerzo cognitivo que a lo verdaderamente experiencial. Lo cierto es que no se queda en poca cosa dada su enjundia filosófica y sus muchos puntos de inflexión, pero sus muchas virtudes quedan opacadas bajo esa conocida sensación de estar asistiendo a una pieza que abusa de lo sugerido, que funciona porque el espectador se implica en sus mensajes y sus anclas, que describe unos mundos ensoñados que desesperan y hacen rabiar siempre vía el onirismo, la disociación del mensaje, la desmaterialización del tejido narrativo que hace que el cine tenga un sentido diegético. No es que El viente del mar sea, de este modo, un cataclismo autorreferencial vacío de estructura, sino que el nivel de exigencia formal que propone excede lo que a primera vista podrían ser las necesidades del relato, al que se le leen miras elevadas y un sentido amplio —la desesperación, el naufragio generalizado, la muerte, la inmensidad que devora, el homo homini lupus representado desde el canibalismo—, pero también se le puede acusar reiteración estilística, cierta desigualdad interpretativa —enorme, como siempre, Roger Casamajor, un par de peldaños por debajo Òscar Kapoya— y algún trastabilleo escénico.
Dicotomiza sobre su propia existencia y ofrece la poesía más bella y sucia y también un sentido muy anticlimático del acto fílmico.
Agustí Villaronga es un gran director —cómo olvidar la magnífica Pa negre (Pan negro) (2010)—, y uno particularmente atrevido, lleno de carácter e inteligente. Con El vientre del mar, no obstante, esa fuerza discursiva e indomable parece, realmente, haber jugado de un modo tangencial a lo esperado: si bien presenta una obra fuerte y densa, verdaderamente carismática e irreductible, es esa vocación tan de los márgenes la que la obliga a permanecer fuera de la línea, bajo el yugo de lo forajido, instando a su público a pensarla tanto y con tanta intensidad, a elaborar sus metáforas y sus juegos visuales, a interpretar la verdad que vive dentro de sus verdades, a salvar la distancia que hay entre sus escenarios y sus personajes y un entendimiento orgánico de su mensaje directo, que se queda alquilada entre dos parcelas de dos terratenientes distintos: por un lado, el del amante de lo ignoto, el que busca lo subrepticio en cada plano y lo imposible en cada sensación; y por el otro, el del espectador de mirada exigente que no rehuye lo intelectualizado pero tampoco gusta de lo tremendista. El vientre del mar, además, de clara vocación teatral —concebida, en su génesis, para funcionar sobre las tablas y no ante las cámaras—, hace temblar los cimientos de la práctica cinematográfica común, al intercalar sus escenas en blanco y negro con otras a medio desaturar, al confundir al respetable con infinidad de recursos elaborados a medias, como versos de métrica libre, y sostener tanta rima consonante como asonante como todo lo contrario; y por supuesto, al dejarse llevar por la intuición, y no permitir que el espectador se agarre a un asidero fuera de esas tablas húmedas, podridas y corruptas y dejarle tan a la merced del vientre del mar como esas ciento cincuenta almas que acabaron siendo ciento treinta y cinco menos, alimentados solo por la promesa de la venganza, el vino pasado y la carne aberrante. La película de Villaronga dicotomiza sobre su propia existencia y ofrece la poesía más bella y sucia y también un sentido muy anticlimático del acto fílmico. Y por eso debe ser vista desde otro lugar. Quizá desde las profundidades de la mar.