Revista Cintilatio
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El teléfono del viento (2020) | Crítica

Conversaciones hacia el interior
El teléfono del viento, de Nobuhiro Suwa
La aproximación al trauma colectivo desde una mirada individual, inocente y solitaria encuentra en la película de Nobuhiro Suwa una vía para dialogar con voz suave acerca del dolor de la pérdida y la conexión invisible entre unos y otros.
Por David G. Miño x | 4 mayo, 2021 | Tiempo de lectura: 6 minutos

El cine siempre ha sido un lugar al que acudir cuando las tragedias que nos sobrevienen en la realidad son tan excesivas que requieren de un filtro de ficción para ser, como mínimo, soportables. En este sentido, pocas grandes catástrofes están, a día de hoy, inexploradas en la gran pantalla: desde la prehistoria hasta hoy en día, siempre podemos asomarnos desde la seguridad de una sala oscura, o un confortable salón, a todos ese eventos traumáticos que nos han hecho cambiar y nos han asustado y herido. Pero la verdad, es que lo que ocurre después de todas las desgracias, las miradas de los supervivientes, los que se quedan aquí y recogen los pedazos de lo que una vez fue vida tienen menos minutos en pantalla, menos voz y, por descontado, menos impacto mediático. Viendo, por ejemplo, Lo imposible (J.A. Bayona, 2012) el drama está asegurado —además de por lo obvio de su transcurso, por sus jugarretas musicales y demás trampas—, pero no estamos realmente atendiendo a lo real, a lo que ocurre, a lo que se queda: el drama humano, que al fin y al cabo y después de todas las cosas, es lo que debería importar desde un punto de vista cinematográfico y lo que, lamentablemente, más se desatiende en la búsqueda constante del artificio. Pero la película de Nobuhiro Suwa, la que nos ocupa hoy, está narrada con la sutileza y el buen gusto del que sabe colocar la lente sobre una superviviente del evento más catastrófico que sufrió Japón desde la II Guerra Mundial, el tsunami que provocó el accidente nuclear de Fukushima en el año 2011, y lo universaliza hasta convertirlo en el dolor de toda una sociedad unida por el sufrimiento y la pérdida.

Lejos de pretender rodar los mares embravecidos y las olas altas como monstruos, el cineasta mira a los ojos tristes de Haru —menudo descubrimiento Serena Motola—, una joven de 17 años que en aquel fatídico mes de marzo lo perdió todo. Su estructura, la de una road movie, funciona a la vez que conmueve, pues siguiendo la búsqueda desesperada de las respuestas que no puede tener, y presa de una vida de segunda mano que no tiene luz al final del túnel, recorre toda una serie de vivencias catárticas completamente extrapolables y adquiere un tono melancólico, nostálgico, pero también vitalista y combativo, que se nutre de las experiencias de los otros, de los que también son, a su manera, caminantes perdidos en busca de una réplica, con el único fin de observar y respetar el derecho al dolor, y a la redención. Y huye de su casa. Y conoce, sin pretenderlo, a viajeros como ella, en conversaciones con más esencia que nunca, y menos tiempo que un día. Nobuhiro Suwa, detrás de las cámaras y coautor del guion junto a Kyôko Inukai, hace de este modo hincapié en el carácter voluble de la pérdida, y descubre todo un mundo de recuerdos y dolores hablados que, precisamente por pertenecer a la memoria colectiva, sirven como hilo conductor de toda la muerte que el desastre del país del sol naciente dejó atrás, y toda la vida que, pese a todo, los que siguen en pie deben enfrentar.

Una parada obligatoria que induce al más profundo de los respetos por una sensibilidad social y personal delicadamente íntima que nunca, desde su primer minuto, deja de sorprender y conmover.

Las píldoras narrativas que componen todas las personas que van apareciendo por el camino de Haru son, al final, el verdadero corazón palpitante de El teléfono del viento (2020). Con ecos de Paris, Texas (Wim Wenders, 1984), Una historia verdadera (David Lynch, 1999) e incluso Incendios (Denis Villeneuve, 2010), es fácil perderse entre sus extensos planos estáticos llenos de una indescriptible belleza y su sosiego narrativo. A su vez, esta cualidad contemplativa puede echar para atrás a un espectador impaciente o más ansioso de movimiento, pero en ningún caso responde a un acto de lucimiento escénico por parte de Suwa, ya que mediante esta ralentización crea una analogía con el sentimiento de indefensión y profunda pena que vive dentro del personaje de Serena Motola y que con tanta veracidad y sensibilidad sabe plasmar la joven actriz. Estos personajes secundarios, que comparten desde algo más que una escena con Haru en algunos casos hasta secuencias completas en otros —y que están personificados por pesos pesados de la industria nipona como Tomokazu Miura, Hidetoshi Nishijima o Toshiyuki Nishida— complementan el mensaje del filme y lo expanden más allá de lo principal —sirva como ejemplo el fragmento que corresponde al encuentro entre la protagonista y una comunidad kurda que también obtiene, de este modo, voz en la obra de Suwa mediante un pequeño alto en el camino y que dota de interculturalidad a la pérdida como elemento unificador— mientras mantiene una armonía perfecta y saca de su jerarquía natural a la narración cinematográfica que dice que el viaje del personaje principal nunca debe abandonar el foco.

Las correspondencias que el cineasta integra entre el desastre de Fukushima y el de Hiroshima están expuestas de un modo orgánico y lleno de respeto. Mediante sutiles metáforas visuales —Haru tirada en medio de las ruinas— y diálogos preciosos —el de la anciana del primer encuentro— recorre la identidad y el trauma de un país que se siente herido pero nunca ha abandonado las ganas de mirar hacia el horizonte. El diálogo fílmico que mantiene la obra con el espectador adquiere un tono absorbente que invita a prestar atención únicamente a lo espiritual y, como decíamos, lo humano: el gusto por la buena conversación conecta con un cine de hechos y fe, de miradas y silencios, que lejos de incidir en un melodrama inflado recorre una unión emocional entre los personajes que percibimos como única y sincera, que suele comenzar en el escepticismo para terminar en la admiración y el cariño. Este intercambio interpersonal, además, se sustenta en un valor cíclico de inmenso potencial poético que crea, casi sin pretenderlo, una conexión entre lo más prosaico de la vida —la comida, la bebida— para darles un valor elevado y casi metafísico en el que se comporta como un idioma universal que alimenta tanto el cuerpo como el alma. El teléfono del viento no es una película cualquiera, sino una parada obligatoria que induce al más profundo de los respetos por una sensibilidad social y personal delicadamente íntima que nunca, desde su primer minuto, deja de sorprender y conmover. Y qué lección de interpretación, ternura y sencillez en esa cabina, en ese teléfono, en esos árboles que se mecen con el viento.