Llevar a la pequeña pantalla un universo literario o cinematográfico vasto y rico en detalles ofrece mucho potencial, pero conlleva enormes riesgos. Las expectativas sobre lo que los y las fanes quieren ver son altas, pero el público también quiere sorpresas. Los presupuestos actuales y nuevas tecnologías de producción permiten crear series de tono épico con la participación de grandes personajes de franquicias bien establecidas. Pero también es posible explorar los recovecos y zonas grises de esos universos, así como pobladores ocultos en los márgenes de las entregas principales de la saga. Lo vemos en la primera temporada de The Mandalorian (Jon Favreau, 2019), con algún pequeño cameo. Supuestamente, también era la idea detrás de la serie de El nombre del viento (Patrick Rothfuss, 2007), atrapada en el limbo de la producción. Con El señor de los anillos: Los anillos de poder (Patrick McKay, John D. Payne, 2022), esa opción habría sido igual de válida, pero las miradas iban a estar puestas en qué grandes personajes del inmenso mundo de J. R. R. Tolkien iban a tirar de todo lo demás. El resultado es una combinación de narrativa fantástica épica y drama medieval con fallos y aciertos en ambas dimensiones. Los hechos narrados están inventados en su mayoría, o interpretados por el equipo de Amazon Studios. Esto se debe a que no lograron los derechos de adaptación de El Silmarillion, el libro de Tolkien publicado de forma póstuma, y principal fuente de los hechos reproducidos en esta serie (y de los milenios anteriores). Dadas las circunstancias, era imprescindible que funcionasen los personajes y eventos que sí podían adaptar de El Señor de los Anillos (ESdlA de aquí en adelante) y otras fuentes, como podrían ser los Apéndices.
La serie comienza con una colección de referencias a varios hechos clave del pasado que aparecen como preciosas ilustraciones en movimiento. Empezamos a hacer: «Ooh, ahh…», pero en seguida paramos. No llega a haber momentos «¡UAU!» de los que aceleran el corazón y permanecen en la memoria. Esto se repite en varias ocasiones a lo largo de la serie, especialmente en los primeros episodios. Vemos el martillo de Fëanor, u Orodruin antes de llegar a ser el Monte del Destino. Algunos nombres mencionados en los Apéndices de ESdlA se dejan caer. Lo que tiene que aparecer, aparece. Pero lo hace durante escasos segundos como guiño sin desarrollo. Para quienes leyeron El Silmarillion, es insuficiente, a veces gratuito. Para los/as no lectores/as, es información suelta, que puede resultar confusa. Incluso cuando pueden unirlo a una referencia que ya tienen, la alusión puede ser un arma de doble filo. Por ejemplo, cuando vemos la aparición de cierto Balrog, un espectador que haya visto las películas de Peter Jackson puede exclamar: «¡Ajá! ¡Así que de ahí es de donde viene!», pero técnicamente esa información ya la daba Saruman en La Comunidad del Anillo (Peter Jackson, 2001). Y los lectores de los libros simplemente ya lo saben desde siempre, con lo que la sorpresa se pierde. Es más, muchos llevarán toda la serie diciendo: «A ver cuánto tardan en meter la referencia al Balrog» cada vez que hay escenas en Khazad-Dûm (más adelante, las minas de Moria). Precisamente, las referencias visuales a las adaptaciones de Jackson son una de las muletas de la serie. Balrogs, criaturas aladas y orcos recuperan el diseño de los grandiosos ilustradores que trabajaron en la bienamada trilogía cinematográfica, apoyándose en un lenguaje visual que resulta familiar para todo el mundo, independientemente de si han leído los libros o no. Esto es especialmente cierto del ojo de Sauron. Este símbolo, grabado a fuego en la mente del público desde las películas y su rápida conquista de la cultura popular, es un leitmotif útil para guiar la trama principal, e incluso se le da un giro como falsa pista que ayuda a encauzar la misión de la protagonista principal: Galadriel.
Inevitablemente, ese y otros caminos llevan a múltiples conflictos, aumentando en escala. Así veremos escenas de combate que, sin duda, son uno de los principales atractivos de la serie, pero que adolecen de ser demasiado breves, empleando mucho tiempo en representar movimientos cortos a cámara lenta. En cuanto empiezan a emocionar, terminan. Resulta inesperado de un vórtice de dinero como este. En los noventa y los dos mil, cualquier serie que incluyera este tipo de escenas tenía que realizarlas limitada por el presupuesto, resultando en una acción cortita y diluida. En esta industria, cada segundo es dinero. Mucho dinero. Veinticinco años más tarde, si iba a haber una serie que fuera la antítesis definitiva de esos límites, debería ser esta (más todavía después de Juego de Tronos (David Benioff, D.B. Weiss, 2011-2018). Pero no acaba de lograrlo. Aunque a partir de cierto episodio las cosas empiezan a mejorar, y la escala de la acción incrementa, no se deja de notar el patrón: casi toda la serie es una espera entre los momentos en los que se invirtió la mayor parte del presupuesto. La mayoría de las escenas existen como amplias grietas entre los puntos emocionantes de la historia. Y aun así, estos pierden mucho mérito cuando empieza a cansar el abuso del cliché de «salvado en el último segundo».
Narrativamente, se sabía desde hace tiempo que no se iban a poder contar las historias de Tolkien salvo por un puñado de referencias clave y por la participación de ciertos personajes importantes en momentos significativos de la historiografía de Arda (el mundo en el que existen la Tierra Media, las Tierras Imperecederas y Númenor). Por lo tanto, el grueso del contenido no iba a ser la magnífica mitología del autor, sino el drama interpersonal que los guionistas pudieran aportar. Como serie de fantasía medieval digna del título high concept, funciona. Como adaptación de Tolkien, no. El guion no tiene nada destacable ni especial, y no puede evitar caer en ciertos clichés, incluso si ello implica contradecir directamente la construcción de mundo ficticio más detallada que se ha hecho. Recursos como la espada negra y su verdadera finalidad son baratos e impropios de un mundo donde las amenazas acumulan poder valiéndose de la soberbia de sus enemigos para pasar desapercibidas. La falta de una historia convincente sobre un mundo creíble y unas imágenes francamente preciosas se combinan en un trasfondo de estética muy lograda pero de contenido solo efectivo a ratos. Demasiadas escenas dan la sensación de tener un «fondo bonito» que enmarca el drama, pero que no aporta vida al mundo. En comparación, fijémonos en la filosofía de producción de las películas de Peter Jackson (sobre las que esta serie no duda en apoyarse): Minas Tirith no era solo un decorado; si un diseñador incluía una casa en el plano de la ciudad que describiera un oficio, en el plató se construía dicha casa y se ponía frente a ella un extra realizando dicho oficio. Podría aparecer en un solo plano de menos de un segundo, pero sin ese nivel de fidelidad, se sacrificaría la credibilidad del mundo que sustenta la historia.
A pesar de ello, el formato empleado en esta serie le va como anillo al dedo (chiste no intencionado) a ciertas subtramas. En concreto, funciona bien con la historia de los pelosos y con las escenas familiares de Disa y Durin. Contienen los diálogos más divertidos e ingeniosos, además de los acentos más carismáticos si las vemos en versión original. En la trama de Nori (Markella Kavenagh) y el Extraño (Daniel Weyman), se logra el clásico tono del choque de perspectivas entre la visión familiar del mundo propia de los hobbits y la escala metafísica de seres en esferas de existencia incomprensibles para meros mortales. Resulta muy efectivo en tanto que al/la espectador/a le resulta fácil identificarse con el punto de vista casi infantil de un hobbit, viendo los sucesos de su entorno como algo extraordinario pero con una perenne sensación de que su modo de vida puede desaparecer de un plumazo. Los hobbits nunca dejaron de ser la forma que tenía Tolkien de destacar el valor de los pequeños pero importantes detalles de la vida, tan deliciosos como efímeros. Los anillos de poder ha logrado conservarla. En el caso de los enanos, la extraordinaria Sophia Nomvete sorprende con la naturalidad con la que da vida e ímpetu a su personaje, Disa. Es exclusivo de la serie, pero da la sensación de que la conocemos de toda la vida. Su carisma engancha, y según se van revelando sus niveles de complejidad, va resultando cada vez más convincente y atractivo. Devora absolutamente las escenas en las que aparece, robándole el protagonismo a Owain Arthur, en el muy relevante papel de Durin IV. Aunque la relación de este príncipe con Elrond (Robert Aramayo) tiene detalles que flojean en varios aspectos, hay que reconocer que es una de las historias que más se benefician del formato drama. Con todo, no deja de ser un inconveniente que este género, tocando tantas subtramas, reduzca el ritmo de la narrativa. En comparación con el periplo de Frodo y compañía, se nota este cambio de pulso, y hay momentos en los que llega a aburrir un poco. Resulta decepcionante tener momentos tan planos en la Tierra Media en un momento en el que el regreso de Sauron (el que resultará en su derrota temporal durante la Guerra de la Última Alianza, como vimos en el prólogo de La Comunidad del Anillo) es inminente.
Pero cuando se trata de personajes importantes, no podemos posponer mucho más la conversación sobre la gran protagonista: la Comandante Galadriel. Morfydd Clark da vida a la hija de Finarfin, conocida por público tanto de las películas como de los libros. No nos pararemos en explicar que no tiene sentido que se la vea mucho más joven que a Cate Blanchett porque el tiempo no pasa de la misma manera por los elfos, y que por lo tanto, tendría que tener el mismo aspecto que en la adaptación de Peter Jackson. La realidad de la producción es diferente, y tiene más sentido dar el papel a otra actriz. Más aún si hace un buen trabajo, y esto no se puede negar de Clark. La trama que protagoniza sirve no solo para ponernos en situación al principio de la historia, sino también para tener como referencia común de las subtramas. Es una lástima que el personaje no esté bien escrito. Es simplemente unidimensional. Tener una motivación clara es imprescindible, pero basar toda la personalidad de una protagonista de 5.000 años de edad en una obsesión con destruir a su enemigo por cualquier medio posible es un fallo muy obvio. Varios comentarios de Galadriel a lo largo de la serie hacen hincapié en que, precisamente debido a su edad, ha visto demasiada muerte, demasiado sufrimiento, demasiado mal. De acuerdo, pero ¿convertir eso en la única dimensión de su personalidad? ¿La única conclusión que sacas es que tienes que ir lanzada a por cualquier pista de tu enemigo, arrastrando o destruyendo a cualquiera que pilles por tu camino? Es agotador ver que un personaje principal se dedica a repetir la misma idea con palabras distintas. Da la sensación de que en Amazon Studios, alguien acudió a una reunión después de que el jefe le encargara traer un bloc de notas con una lista de aforismos chulos para describir la motivación de Galadriel, y en vez de seleccionarlos, metieron toda la página «a machete». Es una oportunidad perdida de retratar con más madurez el trauma de un personaje increíblemente longevo que ha contemplado las mayores desgracias de la historia de la Tierra Media, pero también ha vivido sus eras más esplendorosas. Como si esto no fuera bastante, su motivación pierde más fuerza en el penúltimo episodio, cuando decide hacerle una revelación sobre su marido a otro personaje. Su sed de venganza fue encendida por la pérdida de su hermano Finrod a manos de los ejércitos de Morgoth. ¿Cómo puede alguien justificar que tenga una segunda motivación en el penúltimo episodio, tan cerca del clímax? Más aún teniendo en cuenta que tanto lectores como no lectores saben de sobra que Celeborn está perfectamente bien y es feliz junto a Galadriel en La Comunidad del Anillo. Esta mala costumbre de meter referencias con calzador interfiere con la credibilidad de la caracterización, y ocurre demasiado con series que están enmarcadas en grandes franquicias, pero con universos lo suficientemente ricos como para construir historias que no dependan solamente de tirar de los personajes más famosos.
El resto del elenco adolece de problemas similares en cuanto a la unidimensionalidad de sus personajes, pero hay que reconocer que los inventados para la serie acaban siendo los más memorables y matizados. Lejos de depender solamente de referencias para adquirir carisma y reputación, están algo más trabajados, y sus actores y actrices se han esmerado en insuflarles vida y emoción. Ya hemos mencionado a Nori y Disa, pero también destacaremos a Arondir (Ismael Cruz Córdova) y Bronwyn (Nazanin Boniadi). El elfo logra darnos facetas de frío y distante a la vez que amable, sabio, decisivo, e incluso intenso en sus emociones… cuando le interesa mostrarlas. Su reverencia por Galadriel le aporta una dimensión de respeto por la experiencia y la jerarquía al mismo tiempo que protege a los débiles sin titubeos. Bronwynretrata a una madre alejada de clichés, que daría la vida por su hijo, pero sin permitir que ese sea el único rasgo que define su comportamiento. Prudente e inteligente, siente miedo como quien más, pero no permite que la paralice. Su capacidad de decisión y su iniciativa facilitan simpatizar con su causa, y la conectan a Arondir. En otras tramas, vemos, por ejemplo, al misterioso Extraño: papel difícil por la incapacidad del personaje para comunicarse con su entorno y para recordar su propio trasfondo, pero atrayente por su misterio y por el magnetismo del actor. Además, el arquetipo del misterioso desconocido inconsciente de su poder (tipo Buda o Jesucristo) es efectivo presagiando grandes cambios en la trama, manteniendo nuestra atención, siempre pendientes de retomar su hilo para unir las piezas del puzle. Cada respuesta que da, genera más preguntas. La cuestión es que la apoteosis de la gran revelación sea satisfactoria. Lo cierto es que es predecible y cae una vez más en el cliché de repetir forzadamente líneas míticas de la adaptación de Peter Jackson. Lástima que dieran prioridad a meter referencias a cambio de sacrificar un buen desarrollo de personaje. De forma similar, Halbrand (Charlie Vickers) tiene un pasado misterioso que se va hilando por una serie de símbolos recurrentes en la trama que comparte con Galadriel, dando pequeñas pistas, pero distrayendo incluso a lectores/as. Llegado el momento de la revelación, nos llevamos una agradable sorpresa de cómo lograron disfrazar a un mítico personaje de la Segunda Edad que esperábamos ver, jugando con que —en el momento histórico de la serie— no se le conoce todavía por el nombre que le dio Tolkien. En contraste con el Extraño, la información que nos da Halbrand en sus diálogos incluye pistas falsas, mientras que el guion juega con nuestras expectativas de arquetipos «tolkienianos». La sorpresa termina siendo agradable e ingeniosa, empleando detalles importantes en la literatura original y aportando matices nuevos. Lástima que lo estropeen con trillados diálogos concluidos en aforismos formulaicos. En concreto, la escena del tipo Satanás tentando a Jesús funciona como símbolo de las múltiples habilidades del misterioso personaje, pero su resolución es barata.
Las vicisitudes de la comandante élfica y su compañero sureño nos llevan a Númenor, una de las tierras más importantes en el legendario de Tolkien y en el desarrollo de la serie. Un lugar recreado forma hermosa y elevado nivel de detalle, con una realización que oscila entre lo suficiente para convencer y el síndrome ya mencionado de funcionar como mero decorado de drama repleto de clichés. Aquí veremos los tiempos mozos de pesos pesados de la mitología de aquella era como Elendil (Lloyd Owen) e Isildur (Maxim Baldry). El primero resulta ser uno de los actores más sólidos, llenando la pantalla con su presencia, y haciendo esfuerzos por que no veamos las vulnerabilidades del personaje escurriéndose entre las grietas de su oscuro talante. Su relación con sus hijos queda lamentablemente estancada (de nuevo) en trillados tópicos de drama adolescente. El hecho de que estos míticos iconos estén protegidos por las exigencias de la trama (recordemos que Elendil muere luchando contra Sauron en la Última Alianza, e Isildur se hace con el Anillo Únicopara luego morir después de chulear a Elrond) supone un desafío para hacer sus historias interesantes, y aquí Los anillos de poder no da la talla. En cambio, la reina Míriel (Cynthia Addai-Robinson) acaba revelando facetas que no nos esperamos al principio, pasando de ser un contrapunto de Galadriel a prometer mucho potencial para la segunda temporada. Lamentablemente, otros personajes, como Kemen (Leon Wadham) y Eärien (Ema Horvath), todavía nos dejan a día de hoy la duda de qué c*** pintan ahí. Sí, desarrollan la idea de que Númenor en la serie refleja conflictos modernos como el de los movimientos anti-inmigrantes. Pero por bonito que quede, la forma en que se ha ejecutado resulta en una metáfora tan simple y evidente que apenas se le puede llamar así.
Podríamos considerar esto una torpeza del guion, pero en parte también se deriva de la crisis de identidad de la serie por su falta de material adaptado. Al no tener los derechos de El Silmarillion, no se pueden seguir las mismas tramas, por lo que se desarrolla el drama ya mencionado, perdiendo el tono épico. Pero como es ESdlA y la gente tiene como referencia las películas, hay que recuperarlo de vez en cuando. Como consecuencia, nos encontramos con una tensión no resuelta entre el tono inspirado por la obra original y la escala a la que lo reduce la serie. No se acaba de lograr un equilibrio entre ambos, nunca llega a ser del todo uno u otro, por lo que ambos lados de la balanza pierden peso. Ante ese escenario, la serie depende demasiado de «¡momentos GUAU!», llegando mediante uno de estos a su clímax. Todo parece orquestado para que el público exclame al unísono: «¡Aaahhh! ¡Así que de ahí es de donde vienen los tres anillos de los elfos!». Se trata de una escena clave donde la credibilidad se pierde por el inexplicable despiste de Celebrimbor (el legendario herrero que forjó los anillos de poder, nieto de Fëanor) relacionado con «el ABC» de la forja. Este tipo de recursos baratos y con poco esfuerzo por parte de los/as guionistas (o quien esté detrás de ellos/as con el látigo en la mano) infantilizan escenas clave para el desarrollo de los personajes y su relación con los anillos del título.
Con la cantidad de material que Tolkien llegó a producir, se podían haber seleccionado historias muy diferentes para adaptar en esta serie, y se llegó a especular con ideas muy distintas, si bien el tema de los derechos siempre habría resultado problemático. Pero hay que rendirse a la evidencia de que la historia que rodea a Sauron y los anillos de poder es amplia y fácilmente reconocible. Es accesible, está muy extendida en la cultura popular, y sus fases tempranas (finales de la Segunda Edad, principios de la Tercera) están repletas de hechos interesantes sobre un paisaje político dinámico. Conspiraciones, alianzas, conflictos, engaños, competencia, supervivencia y desafíos a lo divino se dan la mano en una era especialmente intensa en la Tierra Media. Está por ver si en futuras temporadas esta serie está a la altura y mejora en complejidad, solidez y claridad de tono. Si, por el contrario, se dedica a hacer lo mínimo para tener una historia en la que los personajes se juegan poco, las escenas se resuelven porque tienen que ganar los buenos, y las referencias sustituyen a la escritura de calidad, satisfará a quien la vea por ver algo, no a quien quiera disfrutar de un mundo de fantasía convincente.