En el wéstern siempre hay una impresión que flota en el ambiente: que no se puede innovar, que detrás de cada plano ya hay unas energías y una forma de entender la narrativa que van a condicionar el terreno de juego. No, no es que Jane Campion haya roto el tablero y reinventado el wéstern hasta dejarlo irreconocible, pero sí que es cierto que con El poder del perro se ha metido en un campo complejo, en el que las cosas nunca son lo que parecen y en el que sus arcos argumentales y sus personajes no se mueven por las inmortales convenciones aceptadas por todos dentro del género, sino que se permite explorar una serie de identidades y casuísticas que elevan el nivel de la obra cuanto más se entra en su propuesta temática. Sobre el papel, nada nuevo bajo el sol: Phil y George son dos granjeros acaudalados, hermanos, de personalidad radicalmente opuesta. El primero, interpretado por Benedict Cumberbatch, es inteligente, cruel y mezquino; el segundo, con el rostro de Jesse Plemons, es callado, introvertido y amable. Será cuando el segundo contraiga nupcias con una mujer —Kirsten Dunst— de la que Phil no se fía lo más mínimo y que tiene un hijo «afeminado» que este detesta, que explotará el conflicto. Pues bien, El poder del perro no sigue un esquema reconocible, sino una cocción a fuego lento en la que sus temas van brotando con el paso de los minutos y se van haciendo un hueco a la vez que se va autoexplicando: las pulsiones sexuales, un homoerotismo latente absolutamente magistral en su ejecución —qué mano tiene Campion para decir sin mostrar— que revela el juego íntimo de sus personajes de mano de una oscuridad interior que se va volviendo explícita con el paso de los minutos.
Atrapa poco a poco, a fuego lento, agarrando al espectador como una boa constrictor hasta que ya no puede respirar.
Usando los pequeños detalles como arma arrojadiza —el trenzado de la cuerda, por ejemplo—, la cineasta neozelandesa va construyendo diminutos símbolos que sitúan al espectador en la posición de desconocer el significado real, el alcance de cada recoveco de El poder del perro, pero al estar construido sobre un suelo narrativo en el que la dramaturgia se genera a base de temperamento y carácter, no de hechos y puntos de inflexión, se convierte en una pieza muy atmosférica en lo estilístico, que reduce a unos pocos eventos clave de su tiempo diegético la comprensión de su totalidad, dejando en el imaginario, en el subtexto, todas las pulsiones y deseos ocultos, todas las iras y los pensamientos impronunciables, todos los hechos pasados que no podemos más que imaginar en ausencia total de un contexto claro. Esto, por supuesto, no sería posible sin un trabajo de interpretación tan detallado como el de Benedict Cumberbatch, Kirsten Dunst y Kodi Smit-McPhee, que componen un improbable triángulo que se retroalimenta sin apenas intercambiarse o alternarse en pantalla, que no necesita densas líneas de diálogo para establecer una relación simbiótica en la que se crean una lazos de dependencia de total extrañeza y, sobra decirlo, completamente desadaptados y abiertamente hostiles que dan forma al núcleo real de El poder del perro: las relaciones por encima de todo, la baja tensión, lo inenarrable como alimento para la conducta y la animosidad como reacción primaria a la negación y la supresión de los deseos inconfesables. Es una película, la de Jane Campion, que convence poco a poco, a fuego lento y con el paso de los minutos y los capítulos, agarrando al espectador como una boa constrictor hasta que ya no puede respirar. Como si fuéramos la rana dentro de la olla.