El sistema penitenciario, con sus luces y sus sombras, siempre es fuente de historias. En este caso, trasladando la acción a Teherán, la película de Maryam Moghadam —que además protagoniza— y Behtash Sanaeeha pone en tela de juicio un sistema partidista y terrible, sucio desde la propia raíz, que muestra un pulso firme a la hora de adjudicar la pena capital, y que ante el error de ejecutar a un inocente se escuda en que «era lo que Dios quería» y, sin dudarlo dos veces, le pone precio a la vida de un hombre para salvar el agravio y seguir adelante como si aquí no hubiera pasado nada. Aunque la crítica social y, sobre todo, institucional que propone El perdón (2020) sea de trazo bastante grueso, no quiere esto decir que su interés y su magnífica realización camine por renglones menores: de ritmo pausado y cocinando a fuego lento una descripción muy precisa del sentimiento de pérdida, de la indefensión que queda tras perder a un ser querido a manos de «los buenos», en un país en el que las mujeres no pueden ni siquiera alquilar un piso solas si no es bajo la tutela de un hombre, soportando día tras día y con la cabeza agachada un infierno burocrático, paternalista, condescendiente y moralmente agotador en el que las opciones se agotan sin dejar demasiadas alternativas más allá del resentimiento y el dolor más profundo. Eso es El perdón, y eso viene a ejemplificar desde la contención y la pausa la brillante interpretación de Maryam Moghadam, que como decíamos, además de codirigir también se pone delante de la cámara con brillantez.
Una obra que exige cierto compromiso en el espectador para entrar en sus premisas, pero que no deja sin recompensa a aquel que juega en su tablero.
Aunque juega con las expectativas y con una narración omnisciente que da al espectador información que los personajes no manejan para crear la tensión —como decía Hitchcock, ahí se encuentra el verdadero suspense—, El perdón brilla sobre todo en su aspecto moral, cuando enfrenta la capacidad ética de la víctima con la del verdugo, y cuando explora las consecuencias de haber sido ejecutor en alguien que ha dejado de creer en lo que hace, aunque quizá sea ya demasiado tarde para encontrar la paz. Metáforas de vacas y escritos del Corán mediante, la obra de Maryam Moghadam y Behtash Sanaeeha destaca, del mismo modo, en su estudio de la sociedad iraní de a pie, en cómo el abandono de las instituciones puede llegar a resultar terrible: su puesta en escena, tan sobria como efectiva, contribuye a crear espacios únicos que van mutando con la película a la vez que su mensaje y sus intenciones se van aclarando, y así es como llegamos a esa cama que primero es un cómodo lecho y acaba convertido en camastro carcelario solo por la orientación de la cámara, los pisos que iluminan o ensombrecen dependiendo del ánimo y momento vital del que los habita, o los edificios que rodean a los protagonistas, altos como monstruos de hormigón y acero o ligeros como aves migratorias. El perdón es una película que exige cierto compromiso en el espectador para entrar en sus premisas, que no deja sin recompensa a aquel que juega en su tablero, pero que quizá pinta con brocha demasiado ancha algunos de sus grandes temas mientras pone todas las fichas sobre el continuo que gira alrededor de la redención y la absolución con tal de mostrar las dos caras de la salvación: la del que traiciona y busca, y la del que pierde y no encuentra.