El joven detective (Evan Morgan, 2020) es una película que, desde su propia y singular concepción, lo puede complicar todo: detrás de su apariencia cómica, casi ligera, late una obra adulta y densa, que comenta sobre la crisis de la madurez, sobre las expectativas insatisfechas de una vida que no ha resultado ser lo que uno esperaba de ella, siempre jugando con una deconstrucción del noir y del thriller muy inspirada —que trae a la cabeza la Brick (2005) de Rian Johnson en no pocas ocasiones— que se afana en entrelazar la parodia y el humor abierto con una decadencia implícita muy potente, capaz de hacer sentir cierto desasosiego, o quizá inquietud, a la vez que uno se va viendo arrastrado hacia una espiral detectivesca tan abiertamente «chorra» como finalmente sorprendente y digna de reflexión. Evan Morgan mezcla todos los clichés del género —el detective abatido, la pretenciosidad en el habla, la chica que busca justicia, la trama de drogas, etc.— y los invierte uno por uno de un modo particularmente orgánico, consiguiendo que su vocación cómica no entierre la película que vive detrás, la que va construyendo poco a poco en el espectador la sensación de estar asistiendo a una contradicción formal que, precisamente por eso, se siente fresca e inspirada. En realidad, en lo que respecta al personaje interpretado por Adam Brody, casi pareciera como si estuviéramos viendo un híbrido cinematográfico adaptado a los tiempos que corren entre John Blacksad y Mortadelo, que además de hacer brotar una comicidad desopilante, es capaz de entretejer un discurso muy válido sobre la desconexión que surge tras el paso del tiempo, sobre el «abuelo cebolleta» que golpea las pantallas de los móviles como si hubiera nacido en el siglo XIX pero que en realidad apenas tiene treinta años y que camina por el mundo como un fantasma al que la sociedad, esa que antes parecía estar a sus pies, ahora está sobre su cabeza.
Un filme que descoloca dentro de sus premisas, corrosivo en sus intenciones, decadente cuando habla de lo que dejamos atrás y sorprendentemente divertido.
Porque El joven detective no tiene realmente nada que ver con piezas juveniles atemporales como El secreto de la pirámide (Barry Levinson, 1985), por poner un ejemplo, sino con un tipo de cine adulto que se permite el lujo de subvertir un subgénero que ha llegado a nuestros días casi caducado y convertirlo en una reconstrucción estimulante de la crisis de los treinta, del abandono inherente al paso de los años que se siente cuando las gemas que brillaban se vuelven opacas, cuando el primer amor desaparece, y cuando los sueños se convierten en lápidas. Su agudo comentario sobre la excesiva responsabilidad en la infancia y la adolescencia y cómo deviene en terrible autoconcepto, en sensación de inutilidad basada en las esperanzas incumplidas, se podría considerar uno de sus elementos de mayor profundidad narrativa, al conectar directamente con un sentimiento colectivo que brota de la sobrecarga, del querer ser más y más, o alcanzar más y más metas cuando la realidad es que la línea de llegada está trucada por variables sociológicas. La película de Evan Morgan conjuga lo mejor de varios mundos, haciendo convivir la comedia de tintes más básicos y humor elemental con la crítica avezada y cáustica sobre el acto de la madurez y la concepción de la meritocracia y la cadena de producción humana que está montada alrededor del paso a la edad adulta. Un filme que descoloca dentro de sus premisas, corrosivo en sus intenciones y comentarios sobre el ser humano enfrentado a sí mismo y a sus propias exigencias, decadente cuando habla de lo que dejamos atrás, sarcástico al verbalizarlo desde la palabra herida, y sorprendentemente divertido a pesar de mezclar una serie de mundos que, a priori, no pareciera que pudieran estar juntos en el mismo patio de recreo. Todo sea por encontrar una inyección de ego.