En primer lugar, nos gustaría insistir en el hecho de que en la tradición fílmica estadounidense se dan, como en su política, siempre más amenazantes de lo que desde aquí pudiera parecer, aspectos a la vez de ensalzamiento de héroes que a veces no lo son tanto, junto con una contradictoria dosis sanísima de autocrítica. Así, El hombre que mató a Liberty Valance (John Ford, 1962) es además de una conocidísima película del Far West que casi todo el mundo ha tenido oportunidad de ver, un relato de menos de treinta páginas de altas dosis literarias de Dorothy M. Johnson, una escritora nacida en 1905 en Iowa y fallecida en Montana en los años ochenta. Este relato se puede encontrar en la editorial Valdemar, colección Frontera, perteneciente al libro de relatos Indian Country que también incluye la historia de Un hombre llamado Caballo, película llevada al cine por Elliot Silverstein con Richard Harris de protagonista, además de nueve cuentos magistrales más que se inscriben dentro de la tradición y estilo que va de Hemingway a Carson McCullers, estamos hablando de películas que muestran aún una América por hacer, deudora como decíamos de sus propios conflictos y contradicciones. Es el prologuista Alfredo Lara el primero que nos reconoce que, debido al cine, este tipo de novelas y autores fueron absorbidos por un ingente mercado de novelitas de quiosco que sirvieron en su día más que hoy para llenar vagones y vagones de tren apilados uno encima del otro; eran además novelitas pequeñas en formato y donde abundaban nombres como Zane Grey o Marcial Lafuente Estefanía. No queriendo desdeñar la calidad de estas últimas, Lara nos habla de autores que vivieron ese Oeste americano desde una necesidad más metafísica y menos de mero entretenimiento.
Y es que, si la película del gran John Ford es respetuosa con algo, es con el material original, a pesar de las divergencias existentes. Para empezar, si Johnson construye un relato lleno de meandros y saltos en el espacio y tiempo de la historia, Ford parte de una linealidad que se va construyendo en estructura de dobles flashbacks, que permite quizá con mayor eficacia que el espectador no se pierda entre esos meandros, de ahí también su modernidad. Las divergencias principales las encontramos en la reinterpretación de algunos personajes que pueblan ese poblado de Twotrees original (Shinbone en la película), respecto a los cuatro principales, que nos es cambiado su nombre excepto en el caso de la chica: la buena de Hallie, interpretada con solvencia por Vera Miles y a quien Johnson empodera más como personaje a la hora de querer aprender a leer y escribir. Por otro lado, el personaje interpretado por John Wayne, Tom Doniphon en la película, se llama Bert Barricune en el libro; y el trabajado por James Stewart se llama igual (Ransom o Random) pero se apellida diferente (Foster en el cuento, Stoddard en la película). Además, para Liberty Valance utiliza otro nombre la interesante autora, cuando es simplemente un ganadero cuatrero, a cuando entra en acción dentro del poblado.
Otras diferencias las notamos en la voluntad de los guionistas James Warner Bellah y Willis Goldbeck en blanquear la personalidad de Ransom, y aquí puede haber tantas opiniones como interpretaciones diferentes: el hecho de que Ransom quiera volver o vuelva al poblado, en el caso de Johnson es por pura culpabilidad, mientras que Ford no carga las tintas en este sentido tanto. Sorprende ver, como decíamos, cómo en el relato ya está todo; sin embargo, la maravillosa secuencia de las clases de alfabetización que Ransom da al pueblo, se convierten en el cuento en una clase de alta literatura shakespeariana, cuando lo que se pretende, o al menos así parece más espontáneo, es que el pueblo se aprenda a defender («La educación es la base…») por sí mismo del asesinato, el robo y la fuerza bruta de Lee Marvin, Lee Van Cleef y los suyos. Ni que decir tiene, que una manera de desdramatizar la densidad del cuento es aportando humor y movimiento gracias a los personajes secundarios, las bromas y la musicalidad de taberna que como buen irlandés era marca de John Ford. Un John Ford en estado de gracia, que utiliza aquí el blanco y negro de sus primeras películas en plena era de la televisión; un John Ford del que ya se había demostrado su capacidad más con la dirección de actores y los storyboards que con un guion que, como tal, no firmó. La historia por tanto goza de la misma salud poética que el texto inicial y es en sus frases finales en la caravana de vuelta al este con ganas siempre de volver a donde no deberían, donde esto se nota.
La fotografía de William H. Clothier, un habitual de Ford con el que trabajó en Misión de audaces (1959), nos permite quitarnos el sombrero especialmente en tres secuencias: la de los disparos a los cubos con pintura blanca —que sirven para darnos cuenta de hasta qué punto el futuro senador va en serio con sus ideas—, en la de la elección en el poblado que es interrumpida por el propio Lee Marvin y sus hombres, o en la del juicio final, por la que las ideas de Jefferson o Lincoln son puestas en duda por el juez. Todas ellas nos hacen ver plasmada una idea también de la presunción de inocencia que no habíamos comentado. La música de Cyril J. Mockridge encuentra sobre todo apoyatura en las secuencias de masas y en mayor medida en el personaje de Ransom, siendo más arquetípica. Es importante igualmente la labor de montaje de Otho Lovering (La diligencia, otra obra maestra de Ford), quién además se implicó hasta el tuétano como productor, a pesar de no aparecer en los créditos en esta faceta. Nominada al Óscar a mejor vestuario a pesar de que la crítica siempre la trató bien, no pasó lo mismo mundialmente en cines y con el público de la época, que no de siempre.