Revista Cintilatio
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«El hombre del norte» (2022): sesuda venganza animalística | Crítica

Sesuda venganza animalística
El hombre del norte, de Robert Eggers
Asistimos al enfrentamiento entre dos masculinidades destructivas; entre lo divino y lo terrenal, lo simbólico y lo literal. En esta cruda recreación histórica, realismo, fantasía y psicología se entrelazan. A veces confundiendo, otras fascinando.
Por David Muiños García | 24 abril, 2022 | Tiempo de lectura: 11 minutos

El tercer largometraje de Robert Eggers se vale de algunos recursos familiares de sus filmes anteriores para llevarnos en un extraño viaje por los aspectos psicológicos de la sed de venganza, del hombre simple encasillado en un modelo de masculinidad unidimensional, obsesivo y decadente. El detonante es el asesinato del rey Aurvandil (Ethan Hawke) a manos de su hermano Fjölnir (Claes Bang), quien usurpa su trono y se casa con su mujer Gudrún (Nicole Kidman). El jovencito príncipe Amleth (Oscar Novak / Alexander Skarsgård) logra huir y jura vengar a su padre y rescatar a su madre. Si esto nos suena a Shakespeare es porque la historia de este pequeño vikingo que se convierte en un enorme y fiero guerrero es muy antigua y sirvió de inspiración para idear a Hamlet. Si bien no se sabe si fue un personaje histórico, su aventura pasó de generación en generación por transmisión oral, hasta que fue recogida por Saxo Grammaticus (si vas a tener un bebé, esta puede ser una fantástica sugerencia para ponerle nombre) en el siglo XIII, en Dinamarca. Quienes busquen precisión histórica en este filme la encontrarán en abundantes detalles de principio a fin (el investigador Neil Price, autor del libro Vikingos: La historia definitiva de los pueblos del norte, fue uno de los principales asesores históricos), pero de la mano del pensamiento mágico, de lo sobrenatural y, en ocasiones, de lo grotesco.

El primer capítulo nos presenta un orden simbólico claro y sencillo, percibido a través de los ojos de un niño. El joven príncipe vive en el reino de su padre, convencido de que este es un gran guerrero honorable que lo ama con locura. El monarca decide que ya es hora de nombrarlo heredero y lo hace pasar por un ritual para introducirlo en la edad adulta. Los alucinógenos, la zoolatría, y las tradiciones paternales se mezclan en una experiencia traumática que obsesiona al pequeño Amleth. Tras la traición de su tío, pierde ese orden que constituye su realidad y jura venganza durante su huida. Llega a la edad adulta como un insensible y brutal guerrero que solo conoce una vida de violencia y salvajismo, y lo único que es capaz de valorar es ese sistema de valores patriarcal. Cuando tiene una visión con una hechicera que le recuerda su origen, lo deja todo para reclamar lo que es suyo, a pesar de que no existe tal y como lo recuerda. Su reino usurpado fue tomado por el rey de Noruega, que expulsó a Fjölnir. Este se exilió a la entonces casi inhóspita Islandia, donde solo tiene una pequeña granja. Su madre podría no estar viva, o vivir bien a pesar de lo ocurrido hace años. La decisión que toma Amleth (ahora conocido como Bjorn-Ulfur) define su personalidad simplona y obsesiva, y es una premonición de que tal vez encuentre cosas distintas a las que esperaba.

La fetichización del físico masculino idealizado es evidente en varias escenas. A veces parece haber una intención de cuestionarla pero se diluye en la mera reiteración.

Esta película se promocionó como una de las más auténticas representaciones del estilo de vida de la Era Vikinga, un listón muy alto para poner. Sin duda, la precisión histórica es uno de sus puntos fuertes, llegando a detalles extremadamente minuciosos. Un gran ejemplo es la modificación dental que apreciamos en la boca de una valquiria. Lo vemos en las casas, los barcos, los atuendos, las armas. Por supuesto, también en el combate con sus tácticas realistas y coreografías realizables. No obstante, asistimos a una concatenación de escenas históricamente creíbles con otras totalmente fantásticas, con presencia de rituales y objetos mágicos, animales inteligentes, no-muertos e incluso presencias divinas. Nos deja siempre con la duda de si la fantasía es real o está en la cabeza del protagonista. Hay escenas que separan a Amleth de lo que acaba de ocurrir, como si se lo hubiera imaginado, pero las consecuencias parecen reales. Las imágenes fantásticas pasan por varios puntos de vista sin dejar claro si estamos viendo lo real o lo mitológico. La intención es situarnos en una era en la que sabemos que el pensamiento mágico y las historias sobre lo social, lo natural y lo metafísico formaban parte del día a día, pero cambiaban con cada narrador. No existía un canon de las creencias nórdicas, como muchos se empeñan en creer. En El hombre del norte, tanto lo arqueológico como lo mitológico están fragmentados e intercalados. La interpretación literal de lo fantástico parece tener sentido desde el punto de vista de alguien que viviera por aquel entonces, mientras que la metafórica parece apelar a una cierta ironía dramática con el espectador posmoderno. Aun así, la intercalación de lo que parece un mito con la solidez de la recreación histórica fidedigna resulta confusa e inconsistente, aunque nunca deja de ser atractiva. Quizá hubiera sido más efectivo hacer una paulatina transición desde lo realista hacia lo fantástico.

Con todo, Robert Eggers emplea la fotografía y la dirección con gran habilidad para crear esta historia de líneas borrosas entre lo físico y lo mental. Los paisajes de Islandia son lo bastante extraños y sobrecogedores para dar un aire fantasioso a la película por sí solos. Los planos largos forman composiciones repletas de riqueza de detalles y con una sensación casi envolvente. El contraste natural de los colores de la isla, con el verde esmeralda de la vegetación destacando sobre los grises y negros de la ceniza volcánica y el blanco de los glaciares es alienante, y da la sensación de que los personajes recorren mundos distintos de un corte a otro. Está especialmente lograda la fotografía nocturna, que acapara las escenas sobrenaturales. Es como si Amleth estuviera pasando del mundo real a otro paralelo, tenue reflejo de este que refuerza la idea de que la realidad pierde solidez. Al estilo de Eggers esto le viene como anillo al dedo: a lo largo de toda la cinta iremos viendo fuertes contrastes entre las siluetas definidas por el choque entre titilantes luces tenues y sombras absolutas. Las estancias de tierra y madera iluminadas por el fuego crean un ambiente íntimo y opresivo, situando a los personajes próximos a aquello que les amenaza. El peligro no solo acecha, sino que convive con ellos, les mira a la cara creando una tensión ligera pero constante en el espectador. Es como si nos encerrasen a todos y todas en un armario con los miedos de los personajes. Por supuesto, abundan los primeros planos de las caras, con la temblorosa luz de las llamas marcando cada detalle de las muecas. Es en estos planos donde la intimidad tiene lugar entre personaje y espectador, incomodándonos y haciéndonos sentir no solo la intensidad emocional del primero, sino también creando una ligera ansiedad de que todo a nuestro alrededor está a punto de desmoronarse.

Produce fascinación e incomodidad. Su preocupación con la psicología, el pensamiento mágico y la percepción de la realidad son lo que nos mantiene pegados a la pantalla.

Quien conozca Islandia se dará cuenta de que algunos lugares a los que los personajes llegan andando en un momento, en realidad están separados por decenas o cientos de kilómetros.

Una de nuestras mayores recompensas como espectadores/as es aprender a ver las escenas de las visiones de Amleth desde fuera. Sus primeras experiencias alucinógenas nos dejan clara su falta de capacidad para discernir entre lo real y lo mágico, entre las personas y los seres mitológicos. La confusión generada por los saltos entre realismo y fantasía nos hace pensar que la estructura de la película no tiene sentido, pero es así como el protagonista construye su percepción de la realidad. Inevitablemente, llega el choque entre este y otros puntos de vista, especialmente a través de Gudrún, cuya revelación aporta un punto de vista que su hijo es incapaz de aceptar. En el orden simbólico que él tiene en su cabeza desde niño, ni se imagina que su madre haya tomado sus propias decisiones y tenga una visión diferente de su padre y su tío. Su interpretación fálica de la realidad, así como su masculinidad, quedan cuestionadas, llevándole a una disonancia cognitiva que lo vuelve más violento. Solo logra degenerar más hacia el comportamiento animalístico del que se nos da una premonición en su infancia mediante el rito de paso a la hombría. Se ajusta al nombre que recibe tras ser hallado por los guerreros que lo adoptan: Bjorn-Ulfur (oso-lobo).

El viaje de este dudoso héroe está marcado por un típico recurso de fantasía, a menudo presente también en historias de venganza: la profecía. Hay que responder a ella. Domina las decisiones del protagonista a niveles de obsesión. De forma similar a lo que Eggers ya planteó en La bruja (2015), los personajes son víctimas de su sistema de creencias y valores en una sociedad que fundamentaba en ellos su estructura social. Inevitablemente, la fe ciega en principios morales artificiales atribuidos a los dioses y al destino (encarnado por las nornas en la cultura escandinava) se vuelve contra quienes la profesan. Asumir que los símbolos tienen un significante inamovible impide ver la complejidad de las relaciones sociales y personales, cierra la mente a distintas interpretaciones. Por eso, uno puede sentirse traicionado cuando su orden simbólico desaparece. Y el ápice del orden de Amleth es su padre, pero no como persona, sino como símbolo empoderante de masculinidad. Lo simplón que es el príncipe le lleva a basar su vida en una idea que no es realista. La información sobre el destierro de Fjölnir marca desde el principio la futilidad de su misión. Alguien más inteligente y mundano se habría dado cuenta y habría abandonado la idea, entendiendo que el enemigo ya no posee lo usurpado. Pero el personaje de Skarsgård pretende erigirse en protector de lo inmaterial (el valor de la sangre, la línea familiar, la reparación del honor), en restaurador del orden simbólico que le fue inculcado. Esto nos recuerda que Amleth no puede pensar fuera de su obsesión infantil con la profecía. Tanto si estamos viendo algo real como si es la imaginación del príncipe, los elementos proféticos avanzan porque el protagonista lo fuerza. Los clichés de una historia de venganza siguen estando presentes, como si Robert Eggers los fuera tachando de una lista. Es un encontronazo entre lo típico y lo subversivo, sin acabar de encajar claramente en uno. Sin destripar nada, parece que el director se metió en una trampa de la que se dio cuenta demasiado tarde, forzándose a una resolución predecible. De haberse mojado más en una de las interpretaciones, habría quedado una propuesta más interesante.

Como otros aspectos de la película, la violencia empieza con realismo crudo y se va haciendo más grotesca.

Quien no comparte la profecía de la misma forma es Olga (Anya Taylor-Joy), la esclava traída de la Rus. Este personaje actúa como catalizador del protagonista, apremiándole a ejecutar su venganza en busca de la liberación. Pero cuando dicha libertad está al alcance por otros medios, ella procura el camino que los alejaría de la violencia. Actúa como contrapunto de las obsesiones de Amleth y transforma la visión del «árbol de reyes» del protagonista, que para él solo puede dar herederos como fruto. La imagen mostrada por la película es evidente: el orden puede ser establecido por una heredera. Pero la obcecación del guerrero con ver lo que le interesa en las señales le hace caer en una espiral de violencia que lo destruye todo a su alrededor, arriesgándose a ser destruido él mismo.

Las cualidades literarias de El hombre del norte no son para todo el mundo. El ritmo es deliberadamente pausado, y los personajes se expresan de forma escueta, sin exposición. Su lenguaje recuerda a los arcaicos diálogos y soliloquios de las sagas nórdicas por su ritmo, su grandilocuencia y la temática que tratan. Es más, algunas de estas en concreto parecen haberse tenido en cuenta para reforzar los tópicos de la película. Por ejemplo, la Saga de Nial (siglo XIII, recopilando hechos de los siglos X y XI) habla de disputas, agravios, juramentos de venganza y la resolución mediante combate ritual en Islandia. En ella se comenta cómo estos conflictos pueden desatar cadenas de violencia que se salen de madre y resultan en muertes excesivas e innecesarias. El tono del autor o autora es crítico con la idea de confinar la masculinidad en un único ideal restrictivo y hegemónico. ¿Nos suena?

Olga tiene momentos memorables, pero le falta desarrollo y su aspecto de supuesta bruja entra con calzador.

La experiencia de visionado de la última de Eggers puede variar mucho de una persona a otra, pero en todo caso desafiará nuestra comodidad con las convenciones que hemos venido absorbiendo de las historias de vikingos romantificadas y súper estilizadas a las que se nos ha acostumbrado en los últimos años. Produce fascinación e incomodidad, y da mucho que pensar después del primer visionado. Su preocupación con la psicología, el pensamiento mágico y la percepción de la realidad son lo que nos mantiene pegados a la pantalla. Los aficionados a la recreación histórica estarán satisfechos con el nivel de precisión. Incluso en medio de la enajenación y la confusión entre fantasía y realidad, los rituales de la sociedad nórdica de la época están presentes e incluso determinan el ritmo de avance de la trama en varios puntos clave. La sensación de vivir en un mundo en el que no siempre se sabe de dónde vienen las cosas o cómo le van a afectar a uno nos llega adentro y nos mantiene en un ligero nerviosismo. Todo un logro por parte del joven director y del excepcional reparto.