El gabinete de curiosidades de Guillermo del Toro
Lo monstruoso, lo fantasmático, lo propio
• País: Estados Unidos
• Año: 2022
• Creación: Guillermo del Toro
• Título original: Guillermo del Toro's Cabinet of Curiosities
• Género: Serie de TV. Terror. Intriga. Fantástico
• Fotografía: Jeremy Benning, Colin Hoult, Anastas N. Michos, Michael Ragen
• Música: Anne Chmelewsky, Tim Davies, Christopher Young, Jeff Danna, Jed Kurzel, Daniel Lopatin, Daniele Luppi, Michael Yezerski
• País: Estados Unidos
• Año: 2022
• Creación: Guillermo del Toro
• Título original: Guillermo del Toro's Cabinet of Curiosities
• Género: Serie de TV. Terror. Intriga. Fantástico
• Fotografía: Jeremy Benning, Colin Hoult, Anastas N. Michos, Michael Ragen
• Música: Anne Chmelewsky, Tim Davies, Christopher Young, Jeff Danna, Jed Kurzel, Daniel Lopatin, Daniele Luppi, Michael Yezerski
Ocho episodios independientes y autoconclusivos en torno a una idea del terror —la de Guillermo del Toro— que buscan, como en la numerología, un punto de unión entre lo material y lo espiritual, una idea en potencia ambiciosa.
Cada uno de ellos con la presentación en voz aflautada de su comisario y mentor, Guillermo del Toro, estamos ante una serie que es en sí misma una perfecta obra de arte en píldoras de como máximo una hora en torno a Poe, Lovecraft y hasta en ocasiones Henry James. Es así la idea principal más literaria que cinematográfica en ocasiones y tiende a verse más desde lo explosivo de una idea, a pesar de que en los capítulos cinco y seis podría existir exceso de intención o propósito, lo que en sí mismo pudiera situarnos casi en el mismo sitio que en otros, solo que con intención y vocación más comercial, perdiendo esencia y sabor. La comparación con nuestras Historias para no dormir queda atrás, en tanto en cuanto gracias a estos dos episodios se trasciende igualmente el terror de Chicho Ibáñez Serrador, para situarnos directamente y por mor de El murmullo en la estación de Alfred Hitchcock, que es como producción internacional preciada la que más se le llega a parecer.
El trastero 36: Trump y el nazismo
El primer capítulo de los ideados por Del Toro y realizado por Guillermo Navarro —director de fotografía en películas como Jackie Brown (Quentin Tarantino, 1997) o El laberinto del fauno (Guillermo del Toro, 2006)—, y que lleva su sello en la dirección, nos introduce en lo monstruoso a través del tema de la usura.
Guionizado por Regina Corrado, que hizo lo propio en algunos episodios de Deadwood (David Milch, 2004) e Hijos de la anarquía (Kurt Sutter, 2008), lo mejor del episodio fotografiado con solvencia por Jeremy Benning es que su trabajo consigue introducirnos en el espíritu de Poe —claro inspirador de toda la serie, utilizando como contexto los conflictos en el Golfo Pérsico durante el gobierno del primer George Bush—. Se podría decir que el protagónico interpretado por Tim Blake Nelson (que ha participado asimismo en la versión de Pinocho del mismo autor principal), un jugador dostoievskiano del tipo de los programas de TV de los canales Divinity con tendencias más oscuras y al que se le mete por mor de objetos encontrados en uno de ellos una oscura trama —y aquí falla el guion, que tiene que ver con campos de concentración nazis en Europa—, está siempre contado desde un punto de vista en el que prevalece el clasismo de un cliente muchirrico que advierte pero no consuela. Nos va introduciendo así en un mundo donde la muerte por no asumir el pasado que persigue el personaje de Blake Nelson se configura a partir de las intervenciones de Demetrius Grosse y Elpidia Carrillo, en el papel del dueño del local de compra, venta y alquiler, así como en el de una chica latina que busca fotos de sus familiares y recuerdos, antes de que el misterio y el monstruo se nos manifieste mediante la magia negrísima de los objetos encontrados. No obstante, supone ser un perverso aperitivo en el que el tema actualizado dará que divagar por el hoy y ahora del panorama político mundial a más de un espectador, y disfrutar de las atmósferas terroríficas, algo impresionistas desde la escritura del guion, por poco desarrolladas, dado también su metraje, que estén. La luz que se enciende y apaga juega un papel fundamental a la hora de definir escenarios y empieza a dar sello común a una serie donde lo sobrenatural juega un papel importante, y no tanto lo cotidiano utilizado con más o menos pericia.
Ratas de cementerio: la no musofobia
Si bien podríamos llegar a pensar que el tema del relato que se nos cuenta es la fobia a las ratas —en torno a la que se engaña al espectador—, esta vez el tema es la codicia de su protagonista, interpretado y formado como tal desde el clasicismo de guion por David Hewlett, un cazador de oro y profanador de tumbas del que ya nadie se fía, y que nos aporta un trabajo que de nuevo y con mayor plasticidad en los efectos especiales, remite a Poe, si bien las referencias posteriores podrían llegar a la claustrofobia que consiguió Rodrigo Cortés en su largometraje Buried (Enterrado) (2010). Estéticamente y desde el punto de vista del guion, la historia de Henry Kuttner, muy lovecraftiana y pulp, tarda menos que la del realizador canadiense Vincenzo Natali (Cube) en entrar en esa colosal peripecia que es la segunda parte, claustrofóbica y demencial.
La referencia a Roger Corman fue para muchos inevitable, si bien la producción de Guillermo del Toro y su padrinazgo hacen posible lo que ya Linda Seger decía sobre los materiales literarios gastados o sucios, por los que se les invoca a una nueva mirada (el relato es de los sesenta). La realización de Natali es efectista y efectiva y nos da de comer a esas ratas con la precisión de un gourmet en el que nadie pondría sus manos. También contiene más de un sobresalto dirigido desde la parte más técnica de la música y la fotografía, siendo la primera obra de Jeff Dana y la segunda también de Jeremy Benning, exuberante y prolija.
Como decíamos las tareas de producción y dirección de arte, aquí nada fáciles de Tamara Deverell, Henry Salonen y Colin Woods no enmiendan quizá la plana a un Natali que le daría más por ahorrar en recursos y presupuesto, perdiendo espectacularidad por todo ello en el resultado final. Sería más que interesante ver cómo envejecen este tipo de productos, tan concebidos desde una unidad dramática, que aquí a veces se distrae un poquitín en aras de mostrar algo más de trama. Aun así, y sin ánimo de ser más puristas que nadie, el nivel va cogiendo altura, si cabe subterránea, y visualmente se va llegando a un clímax que probablemente acabe en La apariencia. Destaca además en la construcción de atmósferas la calidad plástica en la representación de las ratas a pesar de ser una historia tan nocturna, y uno no sabe si es conseguida esta textura (probablemente así lo sea) gracias al mundo digital antes que el analógico.
La autopsia: lo macabro de otros mundos
La clave quizá del medido solapamiento entre la investigación de unos crímenes investigados con sobrada y probada solvencia por parte del médico interpretado por F. Murray Abraham (El nombre de la rosa, Amadeus) en este capítulo tal vez convierta el guion de David S. Goyer sobre la historia de Michael Shea de los ochenta, en uno de los mejores de la serie, tal vez no tendría sentido más que en los detalles de este concebidos y llevados a la pantalla por David Prior (The Empty Man es uno de sus incomprendidos largometrajes de terror), pasamos pues de lo sobrenatural de las ratas, a mirar, con una realización no tan basada en el contenido, a armar un relato más convencional donde la atención del espectador juega un papel primordial, subiendo el suspense solo a pequeñas dosis, de tal manera que muchos estarán a tres tercios del mismo creyendo que no sucede nada o que todo ya ha pasado.
Con un final absolutamente macabro a través de un alienígena que parece un ser más de este mundo que nunca dispuesto a fastidiar cualquier trabajo por bien hecho que esté sin que el sheriff que presenta el caso pueda ni siquiera ayudar a nada. Es un caso de abducción plena y por lo tanto un relato que, a pesar de sus veinte páginas convertidas en una hora, habla de cuestiones más profundas como la capacidad de sorpresa o la debilidad humanas, y lo hace de manera profunda, pero también con algún punto de humor. La fotografía de Anastas N. Michos, habitual trabajador de Prior, confirma que este pudiera ser gracias a este final un relato de fantasmas tan bien urdido como escalofriante también en sus efectos especiales.
La calidad técnica del conocidísimo actor principal, un personaje quizá en exceso epidérmico, que sin embargo celebra con el mismo metodismo la muerte y la vida, es excepcional, llegando en más de una ocasión el espectador a poblar sus mismas dudas gracias a la construcción del espacio fílmico desde lo cotidiano o mínimo. Prueba de buen cine dentro de la tele, a la más vieja usanza. Gran parte de la crítica ha visto quizá demasiado extendido su metraje y es debido a la cadencia o ritmo de la narración, algo que sirve para dar aún más empaque a lo sobrio en movimientos del entomólogo, un hombre corriente, tal vez viviendo en otro tiempo, al que no le da tiempo a asimilar la barbarie a que es sometido. Y es que el hecho de pedir ayuda ante el encuentro de un cadáver puede hacer que obviemos detalles importantes en su trama.
La apariencia: la mala autoestima
Decíamos anteriormente que tal vez este capítulo pudiera cerrar un subcírculo en su visionado si vemos los capítulos correlativamente, y es que la cosa va in crescendo en cuanto a terror. Con una estética neopop y blandiblup, dirigido por Ana Lily Amirpour (Una chica vuelve a casa de noche), deudora de Tim Burton y sus princesas tristes, consigue la perfección (o casi) técnica gracias al guion de Haley Z. Boston y Emily Carroll, una historia sencilla y explosiva en su planteamiento, que no es otro que el de la infelicidad por ser bella por dentro y/o por fuera; eso tan televisivo como el Bifidus activo de José Coronado aquí se pone en entredicho, y cuánto, sobre todo si entra en juego la esfera de lo moral y material, y se somete a un conflicto en el espectador entre ambas esferas. Y es que, si en el capítulo del cementerio todo era odisea en el personaje masculino, aquí, a esta se añade una inteligencia casi sobrehumana y más que estoica, rayana en la más particular insania y locura, la de un personaje muy bien construido, interpretado con poderes de caracterización y maquillaje (el equipo de Cliona Furey es esencial aquí) perversos, por Kate Micucci en un papel que seguirá casi con toda seguridad dando que hablar de aquí a un tiempo.
La anécdota nos habla de una chica fea que se ve (aunque no esté) acosada por unas compañeras de trabajo frívolas, materialistas y crueles con el sexo opuesto, así como del novio de esta, genial también Martin Starr, para que ella pueda trazar este arco de guion con solvencia, y se nos pueda mostrar esa imagen final tan falsamente inocente, como perturbadora. La fotografía de Colin Hoult ceñida a unos encuadres que se meten dentro del personaje con rigor nos hace dudar de la presencia de uno de los miembros de Downtown Abbey dentro de nuestro propio televisor. Con precisa partitura de Daniele Luppi la TV movie impacta estratosféricamente y abre debates sobre qué es, en nuestra por otra parte triste era, la satisfacción de la belleza, y de cómo esta se ha dedicado a monopolizar conciencias no tanto en torno al qué dirán —que también— sino a la construcción de una sociedad que en lo básico desfallece, un cuento en el fondo tan decadente como la lectura de La vida perra de Juanita Narboni, solo que al revés, pudiendo existir gente que vea en ello algo divertido. La producción y el arte también consiguen un propósito acorde con los resultados, para dar al cuento el matiz cruel que se precisa.
El modelo de Pickman: Lovecraft reinterpretado
Tanto el capítulo quinto como el sexto incorporan en su historia el recurso de ser adaptaciones directamente de Lovecraft; en esta, desde su localización en la rígida facultad de Bellas Artes de la Universidad de Miskatonik (Arkham, Massachussets) el dúo protagonista vive una historia de obsesionante horror y admiración en torno a la oscuridad y lo macabro de lo que dibuja uno de ellos, una excusa dramática que gracias de nuevo a lo exagerado de la producción y el arte de la pintura, cala dentro de la verosimilitud y las entendederas de cualquier espectador. Siendo su puesta en escena simple, Crispin Glover, el pintor atormentado por una locura que pretende hacer universal consigue esa conjunción interpretativa gracias a la blandenguería y también elegancia de Ben Barnes, cuyo personaje, con tal de no perder el respeto a una idea académica del arte que le apoya, acaba tragando carros y carretas.
El episodio llega a ser mediometraje a pesar de que el relato en que está basado, que hemos de decir es de época, resulta bastante más corto en extensión (lo que hoy quizá no hubiera dado pábulo a tanta verosimilitud) e intenciones macabras; este trabajo de Lee Patterson se agradece sobremanera por un lado y a su vez nos introduce en un «y más fuerte todavía» que no llegamos a entender del todo, tras haber visionado La apariencia. Esto es debido a que la locura que se nos pinta es también más infantil en el supuesto villano protagonista. Dirigida por Keith Thomas —The Vigil, Ojos de fuego— con estos mimbres de irregularidad escénica, la fotografía tal vez consiga salvar los muebles del resultado final, un trabajo eficaz de época y coherente con los estándares de este tipo de producciones entre clásicas y peleonas, de Colin Hoult, versado además en la comedia más gamberra.
La crítica internacional ha dicho de su realizador que, por momentos «pierde el tempo o tono de la historia», algo por otra parte habitual en esta era del contenido, que descuida tanto el cómo de sus historias, y que inevitablemente se le debe haber escapado al genial Guillermo del Toro, en aras tal vez de una mayor visión comercial de su asunto, si bien al público ya se le había venido ganando hasta entonces, por lo que el resultado acaba decepcionando y habrá fans de Lovecraft que tal vez no se lo perdonen. Una TV movie que acaba siendo más convencional por ello, y donde la monstruosidad acaba siendo más gratuita y menos interesante de lo que parece, a pesar del despliegue de efectos especiales proferido.
Sueños en la casa de la bruja: monstruos y fantasmas
Realizada por la directora de Crepúsculo, Catherine Hardwicke, todo hace pensar en un principio que estamos ante un relato de fantasmas a lo Henry James, pero este se introduce en la narración de una manera artera y falsa, por lo que se llega a renegar de su oponente en este tipo de casos, Lovecraft, en lo que para él mismo supuso un relato muy difícil de adaptar y si acaso de contar, una narración muy loca, que algún crítico ha dicho, estaría totalmente fuera de esta película y sobre la que Jaume Balagueró acaba de estrenar prácticamente Venus. Escrita para la pantalla por Mika Watkins, se nota cierto agotamiento, quizá por ser adaptación de quien es, de la fórmula Del Toro, en la que él mismo en su presentación prefiere armar el relato desde el final, destacándose el uso del Vals nº2 de Shostakóvich —con el que Kubrick acabó Eyes Wide Shut— sobre ya cualquier peripecia audiovisual a nivel de efectos especiales.
De nuevo, repite en fotografía Colin Hoult, aportando más oficio que arte, y apoya la factura la presencia de Rupert Grint (Ron en Harry Potter y su saga de largometrajes) que aquí interpreta a Walter, un joven buscador de su hermana melliza fallecida tras ser extrañamente abducida, a través de sociedades de espiritismo clandestinas y de burdeles con drogas que hacen que se separe de su amigo Frank (Ismael Cruz) para encontrar ese mínimo rastro años después, al que le lleva una aturullada intuición. La música de Chmelewsky sabe igualmente ser efectista, así como el uso de algunos escenarios que recuerdan a partir de una ouija a Tod Browning y La parada de los monstruos, en tanto Walter gracias a esta partitura, es un personaje que, a pesar de creer en valores de nobleza propios de Nueva Inglaterra, resulta inseguro, taimado e infantil a la vez. Todo muy loco, pues.
El episodio es de esos que parecen renegar premeditadamente de cualquier idea de terror bien hecho, por lo que se acomoda en la etiqueta de fantástico, dados los elementos de magia —no siempre tan negra— que posee. Si por algo pudiéramos recomendarla a pesar de su poca encarnadura, es por la labor general de casting realizada, ya que la química entre hermanos Grint–Nia Vardalos parece que, de una extraña forma funciona a determinados compases, algo que quizá debamos a Denise Chamian o el resto del equipo dedicado a estos o semejantes menesteres. Un episodio que además pierde visto en televisión, y que viene a cerciorarnos sobre lo imposible, impenetrable y chapucero de su mismo guion.
La visita: violencia y droga pura
Si en el episodio cuarto de la tercera temporada de Black Mirror, Owen Harris invertía el proceso mostrándonos un paraíso de realidad virtual lleno de personajes fallecidos frente a otros con realidades distópicas aberrantes, aquí Guillermo del Toro invierte el proceso utilizando una trama final con drogas de diseño y no, de todo tipo, para mostrarnos, a través de la realización de Panos Cosmatos —Mandy— y el guion de Aaron Stewart-Ahn, cómo lo monstruoso puede ser tan inabarcable como en capítulos anteriores, y a la vez más bizarro y pesadillesco. Desarrollada la idea principal en la casa de un millonario que invita a cuatro insignes invitados (un novelista, un especialista en audios, un tipo que sabe demasiado sobre efectos extrasensoriales y una astrofísica) que parece que vayan a la televisión a contar sus experiencias, llama la atención el diseño entre futurista y azteca del espacio en que vamos a ver, propiciado por él, a un Peter Weller que, junto con Sofía Boutella, pretenden hacerles experimentar aquello que The Doors como banda de rock planteaba desde el punto de vista de la percepción del sí mismo.
Hay quien verá en el capítulo un mero ejercicio de estilo, lo que sí parece claro es que ello no supone un rompimiento de la verosimilitud, que parte siempre desde la exageración de los propósitos iniciales con retomar el vuelo de calidad tras La apariencia, y sobre todo después de los dos agachados capítulos que sobre Lovecraft anteceden a este. La fotografía de Michael Ragen (La mejor defensa es un ataque) resulta citoplasmática y veraz como sucede en El almuerzo desnudo de Cronenberg, con antihéroes apulpados dentro de atmósferas pegajosas y delirantes. Es insólito este último trabajo, así como el de la música electrónica de Daniel Lopatin (Diamantes en bruto) capaces de llevarnos de viaje a las zonas más oscuras de la mente y la noche acaramelada y amarilla sin sol, lo que propicia que, en sus apenas 56 minutos, la cosa por momentos y si se entra en el juego, sepa a poco.
La película para televisión resulta ser, pues, como uno de esos sueños que no terminan nunca por más que uno quiera, teniendo en sus peculiaridades y rarezas una aparente causalidad que acongoja, a la vez que nos introduce de lleno en un mundo de ciencia ficción (que no necesariamente fantasía) con cuyos límites Cosmatos no para de jugar. Y es que estas drogas de las que hablamos y su fondo Jesse Pinkman también están presentes. Particularmente rara en su planteamiento, hacia el final también podría recordar en algo a la simpleza de un buen cómic, en tanto ese zoom retro no solo nos recuerda que los humanos podemos pasar de coleccionistas a coleccionados.
El murmullo: aves
De todos es sabido que, tanto en la realidad como en el cine, la pérdida de un hijo por parte de sus padres es uno de los mayores traumas a soportar una vez sobreviene el desastre. Centrándose en lo que le ocurre a una pareja un año después de ello (formada por dos ornitólogos que trabajan para una asociación que documenta la vida en islas de estorninos y correlimos) el capítulo, de corte clásico, es no solo una deuda que jamás se pagará al realizador de Los pájaros y Vértigo (De entre los muertos), sino una silente y bellísima canción de amor a las aves, a lo tranquilo y triste, a lo monótono que desea salir de su estado, y es que cuando vemos aparecer al fantasma, vemos salir también los sentimientos de una mujer, Essie Davis (Babadook, Nitram) al que el trauma la está constantemente rompiendo, en parte también por la aparente racionalidad de su marido, Andrew Lincoln (The Walking Dead). Llama la atención cómo tanto los exteriores como los interiores de esta isla son un personaje más dentro de la peripecia, de ahí su raíz literaria.
Partimos de una historia del propio Guillermo del Toro que en sí misma es perfecta y sobre la que trabaja en rodaje Jennifer Kent (The Nightingale, Babadook) que opera en el guion mostrando unos equipos fílmicos y de sonido que sitúan a la pareja en la concentración silenciosa más absoluta, por más que cuando acaban sus maratonianas jornadas de trabajo en las que hay que madrugar, a él no le queden más ganas que de leer Crimen y castigo. Gracias a esta literaturización en los diálogos, el espectador sabe distinguir lo que le llega hablado del embeleso de las imágenes y su posterior carácter pesadillesco y macabro. La interpretación de Davis es muy superior a la de Lincoln, si bien Del Toro y Kent saben poner también en un brete al protagónico, cuando uno de esos correlimos se cuela en la cocina.
Por otra parte, la maravillosa labor del músico Jed Kurzel (Macbeth) hace que como debe ser, se confunda el sonido directo con la banda sonora de un modo apropiado y, a la vez, pasional. No sabemos si por todo ello, la crítica internacional ha sido unánime en sus elogios, sabiendo extraer lo qué de sobrenatural, en tanto que poco forzado también, tiene el guion y la realización. Razón y locura se dan la mano, por tanto, de una manera sencilla y contundente.