Ya en la Antigua Grecia, se creía que los cisnes, después de toda una vida de silencio y quietud, entonaban una canción de enorme belleza antes de dejar la existencia atrás, en un último acto de delicadeza y esplendor, siendo que artistas tan dispares como Franz Schubert o Antón Chéjov ya disertaron sobre esta leyenda, sobre el último aliento, la escena final, el extremum spiritum. Nosotros, por otra parte, estamos acostumbrados a que la ciencia ficción esté llena de grandes desarrollos, a las óperas espaciales, a las distopías, a los agujeros negros, los ordenadores imposibles y los alienígenas de improbable número de ojos. En ese sentido, Benjamin Cleary con su visión de El canto del cisne (2021) nada a contracorriente, presentando un mundo en un futuro cercano en el que todo es distinto pero a la vez familiar, y en el que la verdadera esencia de su ficción radica en lo interior, en la humanidad, en lo emocional, lo sensitivo. Sí, construye un universo propio al que fácilmente podríamos tender desde nuestro hoy —coches autónomos, robots de inteligencia artificial muy alta, lentillas de realidad aumentada—, pero donde realmente pone el dedo en la llaga es en su interpretación de la moral de la clonación y su determinación a la hora de introducirse en debates bioéticos: transcurre con cuidado sobre la línea que separa la aceptación del rechazo y ofrece un punto de vista detallado y bien asentado sobre las implicaciones de un hecho científico sobre el que no ha existido, ni probablemente existirá, jamás consenso. La mayor virtud de El canto del cisne es que consigue descolocar al espectador en tanto en cuanto ofrece un rechazo frontal hacia todo lo especulativo y se atrinchera en el drama personal, construyendo lo que podríamos venir a llamar una «baja» ciencia ficción. Mahershala Ali —qué actor, por favor— se marca un Jeremy Irons en Inseparables (David Cronenberg, 1988) con el agravante de que no interpreta a dos gemelos con sus diferencias, no, sino a la misma persona dos veces, haciendo que de sus gestos y sus miradas haya que extraer un paquete de identidad independiente cuando, virtualmente, estamos hablando de la «misma» identidad duplicada. De aquí, de esta disyunción, nace el gran tema de la obra de Benjamin Cleary, y al que nos debemos como público a la hora de interpretarla: la clonación desde la muerte y no desde la reproducción —pensemos que los debates bioéticos, históricamente, se acaloran alrededor de la idea de clonar a un ser humano con fines reproductivos, de usufructo de sus órganos para el anfitrión—, que sitúa al personaje de Ali en la posición de aceptar al duplicado como sí mismo con el fin de evitar sufrimiento a su familia ante su inminente muerte por una enfermedad terminal —esa sería, sí, la sinopsis—.
Amplifica el concepto de humanidad bajo sus propias premisas y expande, por pura constricción, los tropos de la ciencia ficción de manual.
Por su parte, y superada esa premisa subversiva sobre el debate moral que subyace a su tesis, brilla con particular fuerza en el acto de interpretar el amor y la vida, el aprendizaje de que la realidad personal y la ajena convergen en un punto de no retorno, y que la decisión sobre el futuro, sobre la aceptación de la exactitud del yo, es tan unilateral como injusta, según se mire. Benjamin Cleary no se muestra interesado en trascender la ficción, sino en penetrar en el alma de sus personajes y arrojar fuego y hielo sobre sus sentimientos, sobre lo que vive dentro de ellos y lo que significa el acto de morir y quedarse atrás, como dicen, o vivir para ver un poco más de luz pero desde unos ojos distintos, iguales pero diferentes. El canto del cisne puede ser a veces crédula, o incluso un poco afectada, pero lo que es innegable es que amplifica el concepto de humanidad bajo sus propias premisas y expande, por pura constricción, los tropos de la ciencia ficción de manual. La fortaleza de sus ideas, de sus críticas sociales veladas hacia los cimientos del capitalismo —esas máquinas que «hacen el trabajo de cincuenta humanos», esa vida convertida en bien de mercado, esa tendencia neoliberal que impregna cada elemento representado por la obra y que nos lleva de pleno al «no hay alternativa» de Margaret Thatcher, esa eterna vigilancia orwelliana— elevan la propuesta por sus interlíneas, aunque sean solo una muestra de contexto y su robustez narrativa devenga en ternura por lo blanco de sus sentimientos y lo bello de todo lo que vive detrás de ellos. Y no, no hace falta más, ni subtramas, ni corrupciones, ni juegos de espejos: El canto del cisne es una obra sencilla, plácida, que brilla porque rechaza la grandilocuencia y nos conecta con el silencio que precede y la canción que viene después. Y eso es algo que debemos celebrar.