Revista Cintilatio
Clic para expandir

El agente topo (2020) | Crítica

Se ama presente y no ausente
El agente topo, de Maite Alberdi
Maite Alberdi logra algo asombroso que a priori parece contradictorio: denuncia el abandono de mayores de modo desenfadado, incluso bello y divertido, gracias a su entrañable y lúcido —aunque torpe— topo Sergio Chemy. Y sin restarle gravedad ni tristeza.
Por María José Orellana Ríos | 12 abril, 2021 | Tiempo de lectura: 9 minutos

Si es que se puede decir algo positivo de esta horrible pandemia, parece que por lo menos está levantando mayor conciencia hacia nuestras personas mayores y dependientes y el cine se está haciendo eco de ello, rescatando toda una serie de filmes pre-coronavirus que ya se preocupaban por poner el foco en lo terrible de envejecer en la fragilidad, en la pérdida de las facultades mentales, en la soledad que conlleva y en el verdadero drama de los cuidados cuando superan a quien cuida, o se reciben con hostilidad; las secuelas que estas dejan en quien se vuelca a ese esfuerzo en cuerpo y alma. Por suerte, cuando tienen lugar en condiciones más favorables, pueden resultar mucho más gratificantes a nivel emocional, pero aún así, puede haber malos profesionales y verse envueltos, con razón o no, en suspicacias por parte de los familiares de las personas internas.

El agente topo (Maite Alberdi, 2020) va mucho más allá de pasar a engrosar esa montaña de cine actual comprometido con la causa: conjuga la función informativa desde el rigor y la colleja en la conciencia con la difícil tarea de estructurar esas verdades a modo de relato de ficción, pero sin que el resultado sea manipulador. Selecciona diferentes y variadas realidades y perfiles de usuarias dentro de la misma residencia, y no descuida el homenaje a las personas que realizan la elección profesional socio-sanitaria de manera verdaderamente vocacional, por mucho que el objetivo del topo sea averiguar si una residente está siendo maltratada, por encargo de la hija de aquella. Y hablamos en femenino porque la reflexión se centra, sobre todo, en qué trato reciben al final de sus vidas las madres que nos parieron.

Con un disfraz de película, logra calar mucho más hondo en la gente sin condescendencia hacia los protagonistas ni hacer exhibición morbosa de su sufrimiento. Más bien al contrario. El eslogan con que se comercializa el filme no debe llevarnos a obviar que es totalmente real, que no vemos actores ni actrices, que efectivamente se ha hecho un experimento sociológico que introduce a una persona anónima, cuyo perfil ha encandilado a la directora Maite Alberdi, en un medio que existe y en el que el protagonista va a entrar en contacto con vidas auténticas, personas de carne y hueso que no interpretan un rol, sino que viven sus últimos años como buenamente pueden y gracias a una encomiable labor terapéutica. Siendo un documental, utiliza la estructura del guion de ficción, en que un personaje entra en escena con un objetivo al que se va acercando y alejando en función de sus acciones. Bastante torpes en lo detectivesco, dicho sea de paso, pues pese a su impresionante lucidez, las habilidades como espía del señor Sergio Chemy dejan bastante que desear. En ese campo, es más bien un topo de saldo que tiende a la rebelión y al desacato, no en balde pasa de los ochenta años, está de vuelta de todo y le pueden molestar las presiones y las maneras de un jefe con metas más monetizables que realmente implicadas con la búsqueda de la verdad verdadera de los hechos. Algo también muy necesario de reflexionar: ¿qué buscamos en una investigación? ¿Barro que justifique nuestras suspicacias o nuestra bilis? ¿O la realidad, aunque no nos dé la razón?

El documental de Maite Alberdi conjuga la función informativa desde el rigor y la colleja en la conciencia con la difícil tarea de estructurar esas verdades a modo de relato de ficción, pero sin que el resultado sea manipulador.

En cualquier caso, Sergio lo tiene claro: escoge la realidad y las personas, y que no le chiste el jefe, que por edad, podría ser su hijo.  Es totalmente comprensible que Maite Alberdi quedara prendada de él ipso facto: es inteligente, humano, afectuoso y espontáneo como un chiquillo jovial y pícaro entusiasmado con esta nueva aventura. Su nulo disimulo y sus desastrillos dotan a la obra de la mitad de su esencia y personalidad: la propia de él, una repleta de vis cómica y ternura a raudales. La elección del protagonista no podría haber sido más acertada —y, de hecho, se nos muestran al principio otros tantos encantadores candidatos—. Pero este señor tiene una magia única.

Por otra parte, Sergio no es solamente quien va a verse transformado cual personaje de guion mediante giros argumentales, que son consecuencia de las tramas que irá construyendo con estos personajes, o mejor dicho, personas con sus vidas de verdad; es, sobre todo, el hilo conductor de las historias de sus convivientes: una señora que lleva veinticinco años interna en la residencia (¡veinticinco!) voluntariamente y se ve lúcida, activa y optimista; el caso opuesto: el de una niña pequeña y traviesa atrapada en un cuerpo anciano, siempre tejiendo estratagemas pícaras para escapar del encierro; una poeta de espectacular memoria y profundidad de recitado. Gotas de vida que le van calando, como al espectador y que muestran qué verdadero caballero es el señor Chemy: lejos de ser un James Bond pica-flores, este adorable infiltrado opta por preocuparse honestamente por las mujeres que le abren su corazón y se implica en alegrarles la vida y restar sensación de abandono en la residencia, mitigando a la vez su propio duelo, sabiéndose afortunado de tener una familia que le cuida, y por todo ello, sin aprovecharse de su poder innato de encandilamiento. Es un ser puramente social de corazón. Y en esa materia, Maite Alberdi evidencia una gran inteligencia emocional: ha sabido hacia quiénes dirigir su cámara y cómo iluminarla para dosificar el alimento a nuestra intuición en el misterio de si ese sitio es un verdadero hogar (con abundante luz del día, cálido, repleto de celebraciones y actividades) o si oculta terribles encarcelamientos y maltratos (de ahí las líneas verticales tipo jaula, la oscuridad ocasional) hasta su resolución.

Termina de sellar sin fisuras esta amalgama de humanidad en el mejor de los sentidos, y una de las conclusiones más reveladoras y que más deberían dolernos es que, en ocasiones, se malpiensa de quien asume responsabilidades que son nuestras porque la conciencia pretende redimirse mediante la paranoia. Sin dejar de enfrentarnos a hechos tan tristes con total realismo, sin edulcorar, pero optando por una gran elegancia y respeto, el drama se muestra omnipresente en esa fase de la vida en que la guadaña o los impedimentos físicos y mentales se van llevando lejos las amistades, que son la familia que escogemos. Estas emociones son fuente de un terror implícito también en esta problemática social ya totalmente ineludible, indisimulable cuando hemos visto residencias enteras sucumbir al virus. Ninguna de las películas que han enfocado vejez y cuidados desde ese género en vísperas de la covid —Relic (Natalie Erika James, 2020), The Dark and the Wicked (Bryan Bertino, 2020), Saint Maud (Rose Glass, 2020), El padre (Florian Zeller, 2020), Rent-A-Pal (Jon Stevenson, 2020), Amigo (Óscar Martín, 2019)— podían pronosticar el alcance real de la tragedia, el aislamiento y el miedo que ha traído el coronavirus. Pero ya estaban ahí, poniendo el dedo en la llaga, como este híbrido que nos ocupa.

Cuando llega el momento de retratar el trayecto final, el de la enfermedad terminal de algunas personas usuarias de la residencia, se hace desde el quicio de la puerta, sin invadir, propiciando el descanso. La cámara de Maite Alberdi guarda las distancias, no se recrea en el sufrimiento ajeno de manera morbosa. Pero no descuida que tiene una misión y esa implica enseñarnos que quienes tengamos la fortuna de vivir muchos años, podemos recibir el abandono en esos últimos. Que nadie merece acabar en el descarte, como un coche en un desguace. Que quienes nos han arropado las gripes de la infancia merecen un mínimo de nuestro ajetreado tiempo, que deberían ser prioridad como lo fuimos para esas personas. Raro será que al salir del cine —o tras verla en tu plataforma— no te mueras de ganas de, como mínimo, telefonear a tus mayores si aún tienes la suerte de poder hacerlo.