Revista Cintilatio
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Drive My Car (2021) | Ensayo

El intruso en la casa oscura
Drive My Car, de Ryûsuke Hamaguchi
Ryûsuke Hamaguchi entrega un monumento cinematográfico que es ensayo sobre la vida y la esencia y también estudio sobre la condición de existir, de amar y de, simplemente, ser. Una pieza única que contempla la realidad y la transforma en pura poesía.
Santiago de Compostela | Por David G. Miño x | 24 noviembre, 2021 | Tiempo de lectura: 9 minutos

Una mujer a contraluz, de la que apenas vemos su silueta, cuenta una historia a su pareja, desnudos en la cama, sobre una joven que se cuela en una habitación que no es la suya; un relato en el que las leyes de la realidad están en suspensión y en el que lo extraño adquiere un curioso nivel de vigencia, que se irá entrelazando a varios niveles con la narración en primer plano hasta converger en un único acto de unificación existencial. Ryûsuke Hamaguchi se apoya en la prosa de Haruki Murakami, y mientras desde la comprensión y la adaptación da vida a todos los niveles de la certidumbre cinematográfica, compone un discurso semiótico que se comunica tanto con el espectador como con el hilo de su propia narrativa, en el que tiene tanta importancia el primer nivel de acceso a la obra como todo lo que está por debajo. Lo desarrollo: Drive My Car, desde su base argumental más orgánica, cuenta la historia de un actor y director de teatro, Yusuke Kafuku (Hidetoshi Nishijima), que se tendrá que enfrentar a sus propios demonios personales, fruto de una vida marcada por la pérdida y la tragedia. En segundo lugar, bajando un peldaño, Hamaguchi conecta la obra teatral principal que circunvala la película en su integridad, la que interpreta y dirige el protagonista, la inabarcable Tío Vania de Antón Chéjov, con todas las rotaciones y los desvíos que va tomando la historia en su literalidad, de modo que es la interconexión entre el carácter y las vicisitudes de Vania y su ambivalente relación con Serebriakov, Elena, Sonia y los demás —en lo literario— la que acaba arrojando puntos de luz sobre las emociones y las sensaciones de Kafuku y sus allegados, no tanto de un modo excluyente sino complementario: Drive My Car se convierte, como si fuera un retrato de dos personas superpuestas que se acaban fundiendo en el mismo rostro, en un estudio aventajado, firme, excelso, bello como pocos y doloroso como apenas ninguno, sobre la decadencia del ser humano que encuentra en el pasado un tiempo mejor y en el futuro un terreno baldío, en una crónica que busca en la maleza las virtudes y en la felicidad los defectos.

De este modo, la obra de Antón Chéjov adquiere centralidad en Drive My Car, y si bien no representa un peaje necesario para comprender la totalidad de la película de Hamaguchi, sí que le aporta el contexto y la riqueza necesarias para que Kafuku se defina en base a unas directrices que ya están marcadas, las de Vania, y que como espectadores —y eso es algo que le podemos premiar al director: el hecho de que toda la información necesaria para establecer el comentario comparado entre Tío Vania y Drive My Car está contenido dentro del propio filme— sepamos admirar cómo todo lo que acontece tiene tantas aristas, ángulos y puntos de vista, tan sutiles y tan profundos que salta directamente a la conciencia y remueve la verdad de cada uno. Lo cierto es que Ryûsuke Hamaguchi es, así, un cineasta camaleónico, que calibra su intensidad dependiendo del contexto y que siempre tiene un recurso que sacar de la chistera para hacer que las casi tres horas que dura la pieza se pasen en lo que podrían ser quince minutos. La disertación de Drive My Car, además, busca siempre la emoción, el acceso a los pensamientos y la cognición desde un sentido de la poesía virtuoso: rastrear los sentimientos del protagonista en contraste con el personaje de la chofer se convierte en un juego simbólico tremendo, donde el crecimiento de uno va de la mano con el del otro en una relación que dignifica al ser humano y a todo el arte cinematográfico, que construye desde el respeto la esencia de Drive My Car al contraponer la juventud con la adultez, pero siempre vistos desde una mirada seria y grave que no por poco festiva resulta carente de emoción, sino todo lo contrario. El intercambio gestual, de silencios, de espacios, de miradas, de conversaciones ajenas —la de la cena, la del coche con el actor protagonista de la obra de teatro— van dando forma poco a poco a lo que son cada uno y lo que son en conjunto, lo que son por separado y lo que componen cuando están en el mismo lugar. De este modo, la mezcla de irreverencia y antijuventud de ella se contrapone con la desidia y el arrepentimiento de él, y de ambos brota una comprensión absoluta de lo que significa estar vivo y compartir esa misma vida sin ir buscando nada más que una expresión en el rostro, o un momento de conexión.

Cine eterno y expansivo que, en su ensayo sobre la vida humana, conecta con el corazón del mundo y todo lo que contiene.

Pero accedamos a una interrelación de escenas para comprender con más exactitud qué es lo que está haciendo Ryûsuke Hamaguchi, y de qué modo lo está integrando dentro del conjunto de Drive My Car: en determinado momento Kafuku se sincera, dentro de ese Saab rojo, con el nuevo protagonista de Tío Vania acerca de su mujer, la que los ha unido a ambos —aquí volvemos a Haruki Murakami con particular intensidad al conectar directamente con el leitmotiv de la novela a la que pertenece el relato corto en el que se inspira la película: Hombres sin mujeres (2014)— y acerca de la que mantiene una dolorosa disyuntiva. De repente, la realidad de Kafuku y la del nuevo Vania se comienza a difuminar, y donde antes estaba uno ahora está el otro, convirtiendo la verdad y el traspaso de la palabra en un catalizador excepcional, que tanto libera como aprisiona. Ambos hablan, y escuchan, y aprenden. Y delante, conduciendo, callada, está Misaki Watari, la chofer, impertérrita, solo atestiguando. Un poco más adelante, y como continuación a esta primera escena, ambos están en el coche a solas, cuando el joven actor ya se ha ido a más niveles que el físico, completamente transmutado en Vania y entregado a la decadencia que solo Chéjov —como bien dice Kafuku— puede sacar a relucir en su literatura y sus personajes, y comparten dos cigarrillos dentro del vehículo, algo hasta ese momento vetado. Ella, le pregunta si está seguro, dubitativa sobre encender un pitillo en el interior; él, asiente. Ella, abre el techo solar del coche, y saca la mano entre calada y calada. Él, hace lo mismo. Hamaguchi, apunta exactamente con la cámara en esa dirección, en ese encuadre, deja un bokeh al fondo y permite que sean las manos y el humo los que dialoguen, los que se lo digan todo, los que aligeren el silencio y la pena, la realidad que se ha vuelto un poco más compleja, desde el aire libre y la comprensión. Así, el diálogo entre la palabra manifiesta que descoloca el interior —primera escena— y la simple poesía que brota del entendimiento silencioso —segunda escena— se adueña de la carga estilística de la película, y se puede comprender que el cineasta nipón no solo está adaptando al inadaptable Murakami, o disertando en clave actualizada sobre la obra de Chéjov, sino creando un icono imperecedero que conjuga bajo un mismo cielo lo humano y lo divino, o la verdad y el humo.

Las manos que apuntan al cielo, las de Kafuku y Watari, que se saben cómplices sin que haya que pronunciar palabras.

Mención aparte a la multiculturalidad, y a la capacidad de hacer confluir la exploración de los enlaces sociales desde el lenguaje: todos los personajes interpretando la obra del genio ruso cada uno desde su lengua materna, entre las que hay desde chino mandarín hasta japonés y lengua de signos coreana. Este simple acto de belleza lingüística condiciona la globalidad de la pieza de Hamaguchi, y coloca el punto de mira en cómo unos se pueden comunicar con otros incluso desde la falta de comprensión verbal, y en cómo la transmisión del mensaje cala mucho más allá de que el código usado entre emisor y receptor sea, en efecto, el mismo —mientras escribo estas líneas, aún me viene a la cabeza esa escena en la que el personaje de Park Yoo-rim expresa el mismo infinito con las manos delante de los cansados ojos del Vania de Kafuku: una cima de la belleza fílmica—. Completando su propio círculo, lo cierto es que Ryûsuke Hamaguchi nunca falta a la verdad de sus personajes, y les hace cómplices unos de los otros en escenas de máxima belleza urbana o de naturaleza brava y destructora —y destruida—, pero siempre unos frente a otros compartiendo el momento. Las relaciones, de este modo, definen la totalidad de la obra del nipón, tanto en esta Drive My Car como en la también sobresaliente La ruleta de la fortuna y la fantasía (2021), y sirven como vértice sobre el que basculan todas las inflexiones que propone: la muerte, la vida, el trabajo, el vacío existencial, la confianza, la sinceridad, la fidelidad, el matrimonio, el amor, el arte, la creación, el sexo. Drive My Car es cine eterno y expansivo, y en su ensayo sobre la vida humana, conecta con el corazón del mundo y todo lo que contiene. Y no es que responda, es que amplía hasta donde alcanza la vista y el oído la pregunta del relato de la joven que entraba en aquella habitación ajena, en la casa oscura donde caben más intrusos que habitantes, y sin mediar más palabra que un suspiro o exhalar más aire que el que va intercalado en un quejido, sabremos que la respuesta permanecerá para siempre un paso por delante. Siempre un recuerdo por detrás, y un paso por delante.