Las películas con grandes premisas tienen una gran responsabilidad entre manos: mantener una equivalencia a lo largo del tiempo entre el punto de partida y el desarrollo. El cine, y ya que vamos a hablar de Dos (2021), de la poco prodigada cineasta Mar Targarona, nos centraremos en el de producción patria, cuenta entre sus filas con algunos filmes que prometían el cielo pero que por diversas razones, que podían atender a un guion farragoso, a una puesta en escena deficiente o a unas interpretaciones básicas, se quedaban a las puertas de crear algo grande. Así, me viene a la cabeza, y traído muy a cuenta de Dos, La habitación de Fermat (2007), aquella incursión en el séptimo arte que realizaba el humorista e ilusionista Luis Piedrahita en codirección con Rodrigo Sopeña que cogía no pocas señas de identidad de Cube (Vincenzo Natali, 1997) y las situaba en un contexto mucho más inocente y laxo. Y digo que conecta con la obra de Targarona en tanto en cuanto comparten la espacialidad, el gusto por lo cinético y el sentido de la claustrofobia, así como cierta cantidad de perturbación y juego psicológico. Pero sobre todo, lo que las enlaza es su candidez, la sensación de que la acción ocurre para satisfacer unos conceptos preexistentes que no necesariamente van a funcionar bien en pantalla. La cosa, en lo argumental — en Dos—, es que David y Sara, dos desconocidos, se despiertan desnudos cosidos por el abdomen sin saber cómo han llegado a esa situación ni recordar nada de las horas anteriores a ese terrible y angustiante momento, y a partir de ahí comienzan una carrera contrarreloj por salir con vida de la habitación que los encierra y los puntos que los unen, literalmente. Un escape room con agravante en toda regla.
Impetuosa y candorosa, se pierde en los bajos símbolos de su discurso, la recurrencia de sus eventos y la atonalidad de su sentido global.
Como decíamos, si bien la premisa es fantástica y genera una inquietud casi instantánea, una vez superado el primer acto los eventos comenzarán a sucederse siguiendo un patrón impostado, que se siente irreal y fuera de contexto, usando una puesta en escena que no siempre saca partido a las limitaciones del entorno, introduciendo situaciones que no encajan en tono, diálogos que quedan, o por exceso o por defecto, fuera del abanico emocional esperado ante semejante situación —risas, tensión sexual, etc.—, un desarrollo narrativo dispar que no usa con igual suerte los escasos setenta minutos de duración de la obra y, sobre todo, una sensación flotante de que todo es naíf, disonante en fondo dentro de lo esperable de dos adultos que deben jugar a vida o muerte en un tablero al que se le intuyen ases en la manga. Las interpretaciones, por otro lado, de Pablo Derqui y Marina Gatell resultan intensas y bien ejecutadas, a pesar de las complicaciones de tono por las que deben pasar, y sostienen la película con oficio una vez superado ese primer acto de la sorpresa. Dos, después de todo, se mueve dentro de un continuo en el que se percibe cierta falta de discurso más allá de un sistema narrativo basado en la dualidad —ese uso del yin y el yang tan abierto y rústico, tan incrustado desde la plasticidad más que desde lo conceptual— y el ánimo de convertirse en una versión softcore de The Human Centipede (First Sequence) (Tom Six, 2009), que todo sea dicho, es una razón de peso para darle una oportunidad a la película de Targarona y pensarla en términos críticos fuera del escollo estilístico en el que deviene. Sirva su intención y su potente apertura a modo de loa, aunque resulte finalmente en una película impetuosa y candorosa que se pierde en los bajos símbolos de su discurso, la recurrencia de sus eventos y la atonalidad de su sentido global. Aunque sí, escuchar el Réquiem de Mozart siempre es bienvenido.