El amor trágico, entendido como una pulsión indomable que empuja a lo desconocido sin certezas ni evidencia, solo fe. De ahí nacen las grandes historias, o al menos algunas. Cuando en esa vía no solo hay fatalidad, sino locura y desmesura, abandono de la razón, una sensación constante de que algo falta para alcanzar la integridad, el punto de partida debe estar a la altura para que el cuento narrado sepa asomar la cabeza sin recibir el impacto de los lugares comunes, de la zona de confort en la que tanto vivió el viejo Shakespeare. En el caso de Contigo a muerte (Ryuichi Hiroki, 2021), ese relato de amour fou descarnado se entremezcla con el erotismo explícito —a modo de curiosidad, recordemos que el director comenzó su andadura cinematográfica dentro del Pinku Eiga en la década de los ochenta, un subgénero pornográfico japonés que vería su máximo esplendor con el Roman Porno en los años setenta— y cierto componente social que, hermanado con un espíritu estético muy fuerte, integra una obra tremendamente irregular pero extrañamente satisfactoria en su conjunto.
La película nos coloca en el camino de Rei Nagasawa, una joven homosexual con la vida aparentemente encauzada pero que tiene un enorme hueco en el pecho desde sus tiempos de estudiante, enamorada perdidamente, aún una década después, de una mujer que no la correspondía. Por el otro lado, Nanae Shinoda, esa mujer, heterosexual casada con un hombre execrable que la golpea incansablemente y la anula y la veja. La segunda, tras una golpiza terrible, se pone en contacto con la primera, sola y frágil como el mundo la ha dejado, con la única esperanza de obtener ayuda, y fantasear con una vida distinta a la que le ha tocado vivir. De aquí saldrá Contigo a muerte, que como comentábamos, tiene unas intenciones encomiables, unas interpretaciones maravillosas y una fotografía muy potente, pero que se pierde en un guion por momentos farragoso que no siempre es capaz de mantener la atención del espectador. Mediante una estructura a base de flashbacks que conecta el presente con el pasado de modo que ambos avanzan a la vez y se complementan, recorre las paradas del amor no correspondido, de la amistad y de la confianza; de la violencia en la pareja, de la sociedad patriarcal y su misoginia latente; del crecimiento interior, de la entrega de todo lo que uno tiene, de imaginar una salida; incluso del suicidio, de la pulsión de muerte, de lo que quedará detrás en el momento de la partida. Sus virtudes, que exceden a sus defectos en un plano formal —no podemos negar que su espíritu responde no pocas veces al golpe de efecto—, convierten a esta Contigo a muerte en una apuesta no siempre inspirada, pero sí fácil de recorrer y, por descontado, capaz de suscitar un interés genuino en el espectador que quiere saber más y más de Rei y Nanae y del mundo que pisan.
Es fácil pensar en La vida de Adèle (Abdellatif Kechiche, 2013) al entrar en la propuesta de Ryuichi Hiroki, pero lo cierto es que estaríamos cometiendo un gran error. Si en la imponente obra maestra de Kechiche el romance y la búsqueda vital del personaje de Exarchopoulos era el punto de inflexión, siempre impregnado por cierto catastrofismo, en esta el intercambio amoroso no se puede llegar a considerar un elemento central tanto como la agenda que existe dentro de toda relación humana, que se mueve en un continuo en el que, como en la mitología griega, siempre hay una Quimera para cada Belerofonte. De este modo, y enmarcado en un contexto en el que los malos tratos en la pareja adquieren un valor protagónico y hasta cierto punto simbólico de una sociedad enferma que vulnera el valor personal, mental y físico de las mujeres —y las arroja a una especie de sororidad involuntaria en la que solo pueden contar unas con otras en absoluto abandono institucional— y lo supedita a un sistema de creencias patriarcal, Contigo a muerte se mueve como pez en el agua, casi siempre con éxito salvo cuando se pasa de explícita en su discurso y adquiere un tono no moralizante, pero sí adolescente en tanto en cuanto obliga a sus protagonistas a verbalizar pensamientos e ideas que parecen buscar el impacto más de lo necesario a través de cierta tendencia a la reiteración. Sus aciertos, más allá de toda crítica a su estilo comunicativo, ponen sobre la balanza la necesidad de amar y de ser amado, de actuar con abnegación aún con todo en contra, de alterar toda una vida de seguridad por la posibilidad remota de un final feliz.
Una apuesta no siempre inspirada, pero sí fácil de recorrer y capaz de suscitar un interés genuino en el espectador que quiere saber más y más de sus protagonistas y del mundo que pisan.
La violencia de género, como decíamos, se coloca en la obra del japonés como punta de lanza, que aunque no de un modo particularmente intelectual, sí que consigue entrar en una problemática universal y servir como catalizador para lo que vendrá después. Sí es cierto que su enfoque puede pecar de naíf, pero toda esa candidez en el discurso se le puede perdonar sin demasiado esfuerzo por la intensidad de lo que quiere contar, y por atreverse con tanto desparpajo y arrojo a formular una Thelma & Louise (Ridley Scott, 1991) modernizada en la que la huida del pasado —y con él de sus propios actos— se vuelve una excusa para explorar con más atino que desacierto una relación tormentosa que escapa de aquí —esa familia conservadora que con su actitud rechaza la orientación sexual de Rei— y de allí —la pobreza, el abandono, el «júntate con un hombre rico si quieres vivir bien»—. Esa contextualización del reflejo de «golpeo y escapo» del animal aterrado y acorralado sirve para alcanzar en el espectador una empatía fuerte con las protagonistas, al menos en cuanto al origen de todo el mal, ya que como veremos, conectar a más niveles con las dos mujeres no siempre será una tarea sencilla, y eso es algo a destacar por haberse alejado el cineasta de las soluciones fáciles y tramposas mediante las cuales una audiencia debidamente sugestionada podría sentirse tentada: Rei y Nanae no son personas de moral recta ni principios inmaculados, no tienen la gallardía de los héroes de postal ni el hambre de justicia de los que, de tan rectos de espíritu, son poco más que caricaturas. No, su génesis cinematográfica —aunque en este caso se lo debamos a Ching Nakamura, autora del manga en el que está basada la película, Gunjō— centraliza su fuerza en la ambigüedad, en estallidos emocionales tan desatados como hasta cierto punto verosímiles que hacen que los caracteres de estas dos jóvenes sean como dos fuerzas de la naturaleza que chocan con terrible inercia y parecen amarse y odiarse siempre a destiempo.
En este punto, es inevitable comentar sobre Kiko Mizuhara y Honami Satô, las Rei y Nanae de la ficción. Es gracias a sus interpretaciones, viscerales y físicamente muy demandantes dadas las crudas y explícitas —y aquí llega otra ancla que podemos lanzar sobre La vida de Adèle— escenas de sexo que protagonizan, en extensos planos que apenas dejan espacio para respirar, sin perder ni un ápice de credibilidad, que Contigo a muerte es algo más que un discurso y una forma. La primera, vista en maravillas como Helter Skelter (Mika Ninagawa, 2012) o en el live-action de Ataque a los Titanes (Shinji Higuchi, 2015) no supone una revelación —sorprenderse equivaldría a no haberla considerado como lo que es: una actriz sobresaliente de enorme talento abanderada de su generación que por fin ha encontrado un lugar donde brillar—, pero sí un elemento clave gracias al cual la película de Ryuichi Hiroki alcanza enormes cotas de vigencia, aún a pesar de los diálogos que, en algunas ocasiones, está obligada a pronunciar y que bajan el nivel global de la obra. La segunda, otra bestia interpretativa, mira a los ojos a Mizuhara sin hacerse pequeña, demostrando una vulnerabilidad y una fuerza, todo a la vez que, del mismo modo, sale a flote con independencia de las por momentos toscas palabras del libreto. Las dos actrices mantienen a flote la película, y es gracias a su entrega que podemos hablar, una vez finalizado el visionado, de una experiencia fílmica que, aunque a veces cojea desde el guion, ofrece un posvisionado lleno de matices que invitan a recordarla con indulgencia.
En la búsqueda de una meta inalcanzable, de la criatura de cabeza de león y cola de serpiente, el filme se posiciona del lado del héroe montado en Pegaso, el que embiste con su lanza lo imposible con más certeza del lado de la muerte que de la vida, pero que se deja caer mirando al imponente enemigo con nostalgia. Rei y Nanae representan el fin de la búsqueda, y el comienzo de la vida; o al revés. Su historia extraña, narrada con artificio e intenciones contradictorias, que lo mismo arranca una lágrima de pena que de ira, tiene la suficiente entidad como para tener un ojo puesto en su mensaje y otro en el poso que deja. Lejos de ser perfecta, y aún más de poder colocarla en una categoría preestablecida, Contigo a muerte no es ni la Quimera ni Belerofonte, sino un híbrido que repta por un pasillo pequeño y estrecho, a través del que se puede pasar de cuclillas, que termina en un enorme descampado en el que llueve y hace sol: dicho de otro modo, un «sí» que guardar con celo en la memoria capaz de erizar la piel aún con todo en contra.