Revista Cintilatio
Clic para expandir

Come True (Se hacen realidad) (2020) | Crítica

Tu peor pesadilla
Come True (Se hacen realidad), de Anthony Scott Burns
El filme canadiense, alegórico y preciosista, construye un mundo onírico de inmensa personalidad que trasciende lo convencional al explorar los sueños y sus implicaciones sin abandonar un enfoque cautivador y poético.
Por David G. Miño x | 18 octubre, 2020 | Tiempo de lectura: 6 minutos

Películas que reflexionen sobre el mundo onírico hay muchas. Que lo hagan con clase y no resulten en un ejercicio de estilo sin sustancia, menos. En Come True (Anthony Scott Burns, 2020) la sorpresa es grande, ya que no solo sale airosa de un lance de lo más complejo, sino que deja por el camino una miríada de imágenes de inmenso poder y una sensación de plenitud infrecuente dada la temática. Si la función va de sueños, el riesgo de acabar tirando planos por deporte estético con el fin último de satisfacer las inquietudes visuales del director y epatar al espectador es muy alto, ya que al entrar en el terreno de lo mental la justificación viene sola: no necesita tener lógica ni coherencia, ya que todo es achacable al argumento falaz de «es un sueño y es surrealista». Pues en la película canadiense programada en la Sección Oficial del Festival de Sitges, lo excelso se alcanza a través de la introspección y el reposo, de lo atractivo de su narración —no siempre sencilla— y el carisma arrollador de su protagonista, Julia Sarah Stone.

Mientras la película parte de un lugar más o menos común —adolescente con problemas para dormir se busca la vida fuera de casa con más o menos acierto—, la nota de originalidad la va a poner que, para evitar pernoctar a la intemperie, se apuntará a un estudio del sueño, en el que unos científicos miden todo lo medible de sus horas nocturnas mientras ella obtiene a cambio un techo y algo de dinero. Anthony Scott Burns va mostrando sus cartas poco a poco, sabiendo que está manejando un material muy delicado que le puede estallar en la cara en cualquier momento, y tratando con el respeto necesario el mundo de los sueños —con sus misterios y sus certezas—. Así, desde el punto de vista psicológico, se apoya en una sólida base mientras habla con propiedad de las fases que se atraviesan mientras dormimos, y comienza a añadir paulatinamente un concepto de ficción en base a lo sería una de las metáforas más bellas que se pueden narrar visualmente: las distintas caras de una moneda, la interpretación como concepto freudiano aplicado al cine, el «yo» contra la «sombra».

Julia Sarah Stone es el motor del filme, desplegando un carisma extraordinario.

Uno de sus grandes temas, desde la misma escena de introducción, será el conflicto de la realidad contra la ficción, o lo que es lo mismo, lo explicable contra lo ininteligible. Así, las ensoñaciones irán desfilando entrelazadas con la vigilia, exponiendo a su vez que lo que existe y lo que no es un estado mental, una entelequia sujeta al filtro de la conciencia. Mientras seguimos como espectadores los agujeros emocionales del personaje de Julia Sarah Stone, iremos descubriendo que su valor alegórico irá superando por momentos al literal —no quiere decir esto que no tenga un arco argumental definido—, y que todo lo que vemos puede ser leído en clave onírica o textual. Lo más satisfactorio tiene que ver con la facilidad con la que se puede entrar en su universo propio, que invita a «experimentarse» por encima de «verse», adquiriendo un valor casi poético, en el que la recompensa estética es un reclamo de igual calado que su parte más prosaica y sencilla.

Uno de sus grandes temas, desde la misma escena de introducción, será el conflicto de la realidad contra la ficción, o lo que es lo mismo, lo explicable contra lo ininteligible.

Con detalles de una gran sutileza —esas sombras que si parpadeas te las pierdes, y que muestran el magnífico gusto de Anthony Scott Burns por no remarcarlas en absoluto para no estropear la experiencia—, despliega todo un imaginario oscuro y gótico que sedimenta de manera instantánea en el respetable. Esa exploración del «yo» desde el anima y el animus converge con la idea del ser humano como vehículo de un subconsciente incontrolado —e incontrolable—, y mientras nos descubre una serie infinita de posibilidades simbólicas, evita cercarse demasiado sobre un significado más palpable. Las sombras de ojos brillantes que persiguen, que acosan, que caminan contigo y con los demás —entre sus muchas influencias estaría esa maravilla que es It Follows (David Robert Mitchell, 2014), aunque tiene un hueco para homenajear a una gran cantidad de referentes pop, que van desde Neon Genesis Evangelion (Hideaki Anno, 1995) con algunos préstamos visuales, hasta Terminator (James Cameron, 1984) o el cine de David Cronenberg— están diseñadas para inquietar a través de la inacción, de la simple aproximación: es en esta faceta tranquila y poco dada a la aceleración que descubrimos que lo terrorífico tiene más que ver con lo interior que con lo palpable.

Anthony Scott Burns juega constantemente con las sombras, con los reflejos, con la oscuridad.

Estudia, además, una suerte de pensamiento grupal aplicado a la psicología del sueño. Consigue perturbar como pocos filmes a través de la inoculación en el espectador de una sensación constante de indefensión, como si de un Pesadilla en Elm Street (Wes Craven, 1984) alegórico se tratase, solo que aquí la idea de Freddy Krueger adquiere un valor mucho más mental, un matiz de inevitabilidad de la que no se puede huir ni dormido ni despierto y que deja un poso subconsciente que excede al individuo solitario. Además, su puesta en escena hipnotizante y su fotografía oscura y desaturada contribuyen a elevar ese estado interior en que coloca al público, de peligro acechante e ineludible —en este punto, conviene mencionar que Anthony Scott Burns actúa en la película como el gran hombre orquesta, que dirige, escribe, compone, edita y fotografía el filme—.

A pesar de su final polarizante, que fue capaz de dividir en dos partes al público, estamos ante una obra capaz de ejercer una fascinación paradigmática. Lo verdaderamente bello de su discurso es que esa conclusión forma parte de su núcleo estético: teniendo en cuenta las características particulares de Come True, casi propone otra desviación —o alternativa— dentro del enorme laberinto que despliega, de literalidad escasa y evocación incontestable. No se trata de dormir o estar despierto, de creer o no creer, sino de pertenecer a uno mismo o a los demonios del mundo, los que nunca perdonan. Los que siempre acompañan.