El cine de espías suele requerir de un contexto legible para el espectador para que la sucesión de hechos que propician el juego de traiciones y desagravios tenga más sentido que el puramente ornamental, que sea capaz de trascender sus premisas más allá de lo visto en pantalla y se haga un hueco de tipo afectivo. Hay poderosos referentes dentro del género de espionaje con origen asiático, y en aras de no hacer el texto farragoso entrando en demasiados antecedentes, podríamos quedarnos con dos más o menos actuales, a saber: Asesinos (Choi Dong-hoon, 2015) y la muy reciente La mujer del espía (Kiyoshi Kurosawa, 2020). La virtud con que nos podríamos quedar de estas dos obras sobre la del maestro Zhang Yimou, es que en aquellas la justificación narrativa encontraba un modo de convencer y aislar sus bondades emocionales para con su público sin necesidad de que este tuviera de antemano demasiado interés o conocimiento sobre sus temas y sus subtextos. A pesar de que la mayoría de estos filmes —seguimos centrados en la producción oriental— suelen tomar como punto de partida las atrocidades que los japoneses cometieron sobre todos los terrenos que pisaban —en la obra que nos ocupa, y en la de Kurosawa, sobre los chinos; en la de Choi, sobre los coreanos—, es de vital importancia despertar la emoción en un público internacional que no está demasiado familiarizado con las sensibilidades, las ansiedades y los traumas que quedaron en el imaginario colectivo tras todos esos episodios oscuros, violentos y sangrientos de su historia reciente. Así, la obra de Zhang Yimou se disfruta en lo visual, y defiende un guion potente y de elaboración minuciosa y tranquila, pero corre a veces el riesgo de quedarse atrapada en un pantano denso y turbulento en el que es difícil coger aire precisamente por la falta de contexto y de precedentes a los que agarrarse.
Una obra visualmente intachable, brillante y armónica en lo estético, pero con alguna tacha narrativa que la puede descolocar de cara a la interpretación de su resultado final.
A pesar de todo, y de las posibles lecturas propagandísticas que se pueden ver entre sus costuras y sus carencias narrativas de tipo relacional, Cliff Walkers funciona como un reloj suizo de proverbial precisión, de estética absolutamente arrebatadora —como no podría ser de otro modo, la mirada de Zhang Yimou es, a día de hoy, una de las más poéticas y bellas del séptimo arte— y un sentido de la maravilla que conecta más con lo armónico, con lo sublime que con lo funcional o pragmático: es este un filme que se levanta a base de oficio y un gusto exquisito por el arte de la imagen en movimiento, pero que no siempre será capaz de conectar con un público que podrá detectar cierto estancamiento en la sucesión de eventos, un punto de vista demasiado tendencioso o una disgregación narrativa que obligue al espectador a centrar sus esfuerzos en las complejidades históricas del periodo que tiene ante sí antes que sobre las anclas emocionales que, a base de empatía, podría establecer con unos personajes que no se dejan querer con demasiada facilidad. La película de Zhang Yimou es una apuesta divergente dentro de su propia cinematografía, alejada de sus grandes temáticas costumbristas o de corte más wuxia, que aunque recuerde a sus épicas en determinadas escenas de acción elaboradas con el sentido de la coreografía y del espectáculo que solo él sabría adoptar, abandona sus lugares comunes para entrar en un terreno que no conocía y del que no ha salido del todo herido, pero tampoco indemne. Una obra visualmente intachable, brillante y armónica en lo estético, pero con alguna tacha narrativa que la puede descolocar de cara a la interpretación de su resultado final.