Difícil. Muy difícil lo que logra Alauda Ruiz de Azúa con su debut en el largometraje. No solo consigue que la vida que existe de puertas para adentro se vea desde la óptica de lo extraordinario, sino que convierte esa cualidad de lo extraordinario en un manifiesto universal, empático, bellísimo y veraz. Lo mejor que se puede decir de una película es que después del visionado uno sale mejor, más humano, más dentro del mundo y algo menos cínico. Y eso es lo primero que me venía a la mente mientras trataba de organizar un poco mentalmente este texto, justo después de salir de la sala de cine y todavía pensando que los «cinco lobitos» del título son mucho más que una canción de cuna: son una cadena transversal, un abrazo vertical con el que podemos unir el tejido de la maternidad, con el que cantar a madres, hijas o nietas, y revelar una empatía casi imposible, que llama directamente a nuestra puerta. Porque con Cinco lobitos la cineasta no solo habla de la maternidad, sino de la vida, del día a día, del amor y de lo complicado que resulta mantenerlo en su sitio. Y lo hace con mucha delicadeza, con una mirada sutil que nunca da lecciones, sino puntos de vista. Alauda Ruiz de Azúa coloca la cámara siempre en el lugar más sensible, huye por completo de los discursos hipersimplificados y expone una realidad con la que empatizar no es un esfuerzo, sino un imperativo, tanto personal como social. Y así, habla de la maternidad desprovista de todo tipo de artificio, sin comorbilidades ni divisiones argumentales —esto no es Babadook (Jennifer Kent, 2014) ni Pelican Blood (Katrin Gebbe, 2019), sino algo mucho más puro y reconstituyente—, solo un drama abierto y vívido, en el que no hay lugar para la inventiva, solo para la realidad y la enorme sensibilidad con la que la expone la cineasta baracaldesa.
Y cómo no hablar de Laia Costa y de Susi Sánchez. Si Ruiz de Azúa es el corazón, ellas son las arterias. Su composición de dos mujeres reales que se enfrentan a la misma tesitura pero en dos generaciones y bajo dos circunstancias diferentes es apoteósica. De las de levantarse y aplaudir. Y esa es otra, la facilidad con la que Cinco lobitos tiene la habilidad de atravesar los tiempos y lograr exponer la realidad detrás del patriarcado y de la soledad facilitando un abanico emocional amplísimo. Cómo logra, de algún modo, reorganizar el discurso hasta incluir a todo el que está dentro de él, aportando una perspectiva muy profunda y rica en matices: en la obra de Alauda Ruiz de Azúa más que culpables individuales hay símbolos nocivos, estructuras sociales que actúan como agentes perpetuadores de la destrucción y la verticalización de los roles: habla de los problemas de conciliación, de los trabajos precarios, del salto generacional, de micromachismos, de responsabilidades compartidas, de juzgar sin saber y de saber sin juzgar. Habla con una inteligencia poderosísima de todo lo que sigue al acto de la maternidad, pero también a lo que lo precede. Y reubica silencios y discusiones, y les da un lugar en el esqueleto que va por el interior de lo que significa ser madre e hija, y padre también. E invita a trasladar la propia experiencia hacia el exterior, donde hace mucho más frío pero cada hallazgo es importante.
Alauda Ruiz de Azúa coloca la cámara siempre en el lugar más sensible, huye por completo de los discursos hipersimplificados y expone una realidad con la que empatizar no es un esfuerzo, sino un imperativo.
Lo verdaderamente relevante de Cinco lobitos es el discurso que elabora en torno al conflicto y la manera en que lo va integrando de un modo orgánico en el transcurso de la narración. La verdad que es capaz de transmitir Ruiz de Azúa a través de los diálogos y la cantidad de realidades que representa es pura magia, como por ejemplo ese momento en el que el personaje de Costa le dice a su madre, en tono capcioso que claro, que cuando ella dio a luz no trabajaba; a lo que el personaje de Susi Sánchez le responde, con elocuencia e ironía: «claro, no trabajaba». O como cuando Amaya —así se llama en la ficción el personaje de Laia Costa— increpa a su aita que se haya ido por la noche, y su madre le recrimina diciéndole que «no le hable así», que «ha sido un marido pésimo, pero un padre maravilloso». Con esto quiero tan solo mencionar dos ejemplos de la agudeza con la que la cineasta resuelve en favor de lo multidimensional y rehuye todo tipo de encasillamiento en el discurso, incluyendo con amplitud a la gran mayoría y aportando un ancla con la realidad de tantas personas. De tantas parejas, tantas madres y padres que pueden ver en Cinco lobitos la esencia más absoluta de la vida desde la óptica de lo cinematográfico. Porque después de todo, Alauda Ruiz de Azúa saca a relucir una mirada personal y abierta, que rehuye los tics habituales en el cine independiente —aquí no hay lucimiento estético estereotipado ni nada que se le asemeje—y los usa a su favor, sacando de la ecuación todo atisbo de impostura o representación privilegiada y bajando al relato desde la sinceridad, con un estilo directo pero extrañamente cargado de poesía —no voy a pararme a enumerar los muchos planos que encogen el alma porque no acabaría nunca—, y un sentido de la finalización muy firme, que hace que cuando uno piensa en Cinco lobitos desde la lejanía vea cómo ha crecido y se ha convertido en algo más que una película. Un símbolo, quizá. Un ensayo del que aprender. La vida, supongo.