Revista Cintilatio
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Cantando en las azoteas (2022) | Crítica

«¿Quién es este niño?»
Cantando en las azoteas, de Enric Ribes
Lo nuevo de Enric Ribes es un precioso, íntimo y emotivo documental queer cercano a la ficción y rodado con un gusto exquisito donde la vejez, la nostalgia y las dificultades económicas invaden a Gilda Love, el último transformista de El Raval.
Por Diego Simón Rogado x | 19 enero, 2023 | Tiempo de lectura: 4 minutos

La historia del cine no se entendería sin los movimientos que apostaron —y apuestan— por el realismo y la conexión de la narración con la vida misma, tales como el neorrealismo italiano o la nouvelle vague francesa. Aquí, las películas presentan una línea difusa entre lo real y lo ficticio donde lo social y los conflictos eminentemente humanos son siempre los protagonistas. Esta tendencia sigue interesando sobremanera a los realizadores actuales que componen historias ficticias cercanas al documental y viceversa tanto en lo formal como en lo narrativo, dando lugar a un género híbrido. En España, ejemplos del primer supuesto son Alcarràs (Carla Simón, 2022), Mi vacío y yo (Adrián Silvestre, 2022) o La maternal (Pilar Palomero, 2022), mientras que a la inversa se encuentran Sedimentos (Adrián Silvestre, 2021), El agente topo (Maite Alberdi, 2020) o Quién lo impide (Jonás Trueba, 2021). A este segundo grupo también pertenece el último largometraje del catalán Enric Ribes titulado Cantando en las azoteas (2022), que adapta su corto homónimo de 2017.

Un retrato vivo alejado de cualquier interés panfletario, un conmovedor documental sustentado en la soledad, en el recuerdo y en la realidad, por dura que esta sea.

La vivienda es uno de los elementos ficticios del documental, ya que no es la verdadera casa de Gilda. Aun así, la puesta en escena se pensó en todo momento como una oportunidad de ilustrar aún más la realidad que vive el personaje.

Este breve documental acerca al espectador la vida de Gilda Love, considerado el último transformista del popular barrio barcelonés El Raval; y lo hace con una potente vinculación al presente, siempre bajo la influencia y los recuerdos del pasado. Así, mientras a sus 95 años intenta hacer frente a la difícil situación económica que atraviesa, se encuentra cuidando de una niña de dos años sin previo aviso. El director recurre a este contexto para profundizar en el personaje protagonista, valiéndose de elementos ficticios que potencian el realismo de la cinta —como la puesta en escena de la vivienda—, así como de los versos escritos por Federico García Lorca en el poema Canción del mariquita (1921-1924) que ilustran varias escenas del filme por su conexión directa con la vida de Gilda —«¡Los mariquitas del Sur, / cantan en las azoteas!»—. Por tanto, Cantando en las azoteas es un retrato vivo alejado de cualquier interés panfletario sobre una personalidad perteneciente al mundo del espectáculo drag español que añora el escenario, que sobrevive a la vejez con una pensión insuficiente, que se apoya en la religión en búsqueda de esperanza y que rememora la etapa de su vida en la que cuidaba niños como si fueran suyos a través de su inesperada relación con la pequeña Chloe, que encarna la inocencia infantil exenta de prejuicios sociales y que deforma los conceptos tradicionales de familia y género para otorgarles una nueva identidad. De esta forma, Ribes muestra una realidad queer concreta que también expone problemáticas más universales como la soledad de las personas mayores o el olvido de una generación llena de experiencias.

En el apartado técnico y formal, la película opta por la relación de aspecto 4:3 como recurso para rememorar los tiempos de esplendor de Gilda, algo que también enfatiza la puesta en escena al empapelar las paredes de su casa con fotografías de sus referentes artísticos, que demuestran la pasión que siente por su trabajo —el cual aún realiza a pequeña escala para obtener algunos ingresos extra—. Porque ya nada es como era, pero siempre seguirá cantando en la azotea como lo hacía con su madre, andando por los pasillos llenos de humedades con zapatos de tacón como si estuviese en una pasarela o maquillándose frente al espejo. El espectador es testigo de todo esto con un ritmo pausado y una excelente dirección de fotografía costumbrista a cargo de Anna Franquesa Solano que resalta el realismo y la cotidianidad de la historia a través de texturas casi tangibles, que además presenta un gusto exquisito por la elección de encuadres que potencian la narrativa de cada escena, donde destacan los planos detalle, así como los planos generales rodados desde el exterior que sitúan a Gilda como un alma más del barrio. Por otro lado, el material de archivo también está presente en el filme en forma de vídeos, fotografías y álbumes, aunque en menor medida respecto a las convenciones del cine documental. Este contenido funciona como recuerdos aislados o pinceladas de un pasado casi desconocido y deformado al que el espectador accede con la ayuda sutil de la música: canciones del folclore andaluz interpretadas por la protagonista y composiciones propias —«Yo soy la Gilda, señores; la Gilda que usted espera / con gracia y también salero»—. Porque ella es y siempre será Gilda, una humilde revolución a la que homenajea este conmovedor documental sustentado en la soledad, en el recuerdo y en la realidad, por dura que esta sea.

Cita del subtítulo: Gilda Love.