Revista Cintilatio
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Blue Moon (2021) | Crítica

Del silencio se sobrevive
Blue Moon, de Alina Grigore
La cineasta rumana Alina Grigore basa su película en un realismo crudo y deshumanizado que cuestiona la realidad familiar más asfixiante y poseedora. Una película irregular que encuentra determinados momentos de lucidez con los que mantener el tipo.
San Sebastián | Por David G. Miño x | 20 septiembre, 2021 | Tiempo de lectura: 3 minutos

Deshumanizada. Desensibilizada. Sin contexto. La obra de Alina Grigore toma prestadas señas de identidad de aquí y de allí —aunque sobre todo de un noul val românesc del que es heredera por su realismo decadente— y ofrece una película complicada de mirar, no siempre capaz de convencer, pero desde luego de lecturas interesantes. Irina quiere escapar de su familia, una suerte de comunidad cerrada patriarcal, hermética, violenta y sectaria, para irse a Bucarest a estudiar y perderlos a todos de vista. Pero no será tan fácil en tanto en cuanto sus impulsos son controvertidos y su personalidad un muro indescifrable incluso —sobre todo— para ella misma. Blue Moon no ofrece nada nuevo: su virtud está en lo narrativo, en el tratamiento de la historia y en la casuística extrema y localizada de los personajes, pero precisamente por ello se siente lejana y poco definida, caricaturizada en un intento de sobredimensionar una realidad concreta y tangible. Este mensaje, el de la ambivalencia moral por la pertenencia al grupo, el del síndrome de Estocolmo familiar, el del que escapa pero vuelve, representa el punto álgido de la película de Grigore, y es cuando realmente brilla por encima de sus pasajes menos inspirados y tangenciales.

Una película que ofrece ambigüedad y turbiedad y que se vale del realismo sucio para desestructurar.

Ioana Chitu es Irina, protagonista absoluta del filme junto a Mircea Postelnicu.

En lo estilístico tampoco destaca particularmente, aunque su tratamiento de las localizaciones y los movimientos de cámara sí ofrecen un contrapunto austero que da una paradójica vida a los impulsos más orgánicos de Irina: la película vive por y para la joven protagonista, y los personajes existen para definirla a ella en el conjunto. La familia como elemento deshumanizador, que desensibiliza y extrae sin pedir permiso y obliga a recaer en un silencio del que únicamente se puede intentar sobrevivir recae sobre el rol de Irina para darle forma al único entorno ético en el que podemos apoyarnos, ya que la película de Alina Grigore prescinde deliberadamente del «mundo exterior» para que la sensación sectaria, de reclusión mental y física exceda lo visual y convierta el cómputo global de lo observado durante el metraje en un caja de Skinner en la que, como ratas de laboratorio, los personajes accionan las palancas para que la hipótesis, finalmente, se pueda confirmar: cuando la dicha es mala, no hay salida. Blue Moon es una película que ofrece ambigüedad y turbiedad y que se vale del realismo sucio para desestructurar. Y eso al menos lo tiene ganado.