El maltrato escolar, o bullying, es un tema que ha encontrado grandes referentes dentro del tejido cinematográfico. Desde Carrie (Brian De Palma, 1976) o Precious (Lee Daniels, 2009) hasta Cobardes (José Corbacho, Juan Cruz, 2008) o Evil (Ondskan) (Mikael Håfström, 2003), todas ellas guardan un denominador más o menos común dentro de sus obvias diferencias argumentales: ponen de manifiesto una realidad occidentalizada de una problemática universal, terrible desde todos los puntos de vista posibles, pero que se adscribe a un enfoque que resalta las vergüenzas de un sistema que conocemos y con el que estamos profundamente familiarizados tanto en lo político como en lo social, y que precisamente por ello sabemos condenar sin entrar en diatribas geográficas o diferenciaciones que compliquen todavía, más si cabe, el asunto. Pero Better Days (Derek Tsang, 2019) no bascula sobre los habituales puntos de ancla de ese cine que decimos, profundamente conmovedor pero asumible en cierto modo por nuestra conciencia y unas experiencias vitales que nos invitan a protegernos bajo un núcleo familiar accesible o unas instituciones, terribles en la mayor parte de los casos, pero que muestran aunque sea interés mediático —que no práctico— en el tema. No, Better Days se mueve en un terreno absolutamente universalizado, aunque innegablemente dramatizado, que nos hace conectar con la parte más terrorífica y aislante, más dolorosa y solitaria de las situaciones de acoso y maltrato escolar: por su propia naturaleza y procedencia, nos conecta con el bullying como elemento único, que más allá de todo aparato ideológico, político o institucional coloca a la víctima en el lugar del desprotegido, del abandonado, del desamparado, y por ello invita a una reflexión total y completamente frontal sobre una horrible situación social que destroza miles de vidas y que el cineasta hongkonés ha sabido capturar en su propio contexto, sí, pero con una totalidad emocional absoluta.
Para empezar, y a pesar de usar el romance como arma principal para acceder al espectador, no se siente como una intromisión que desvíe el núcleo principal, sino que potencia su mensaje valiéndose para ello de una subtrama amorosa que, dicho sea, también saca las vergüenzas de las diferencias de clase en el ámbito escolar y juvenil, y cómo a través de ellas se condicionan y justifican infinidad de actos y, sobre todo, de omisiones. Como elemento empático, el vínculo que existe entre los dos protagonistas, que responde al arquetipo de Romeo y Julieta de los amantes imposibles, funciona como catalizador de una trama que se debe a los personajes y a su modo de interactuar con el entorno hostil en el que les ha tocado vivir. Gracias a la conexión que establecemos como espectadores con las circunstancias de Chen Nian y Xiao Bei —así se llaman en la ficción los personajes interpretados por la excelsa y conmovedora Zhou Dongyu y el sorprendente Jackson Yee— podemos alcanzar un nivel de comprensión de una problemática que, en el caso que nos ocupa, tiene su contexto situado en China en mitad de los nervios y la histeria que genera el examen gaokao, una durísima prueba de acceso a la universidad por la que todos los estudiantes chinos han de pasar si quieren acceder a un futuro mejor, que precisamente por su dureza —hay quien lo considera el examen más difícil del mundo— motiva una movilización y una implicación estudiantil que excede con mucho lo que en Europa se entiende por «preparar un examen», ya que estudian durante años una media de doce horas diarias y la presión familiar y social es insoportable. Desde este punto de vista, Better Days usa este desencadenante para criticar a China como estado despersonalizador, y conecta la locura que provoca y promueve —se paran obras alrededor de los colegios, se cortan calles, se pone a los servicios médicos en alerta máxima— el gaokao con la invisibilidad del maltrato escolar, que en medio de semejante despliegue se filtra y desaparece bajo capas y más capas de estandarización y una automatización en la que el profesorado y las autoridades se ciñen a lo estrictamente académico y abandonan cualquier conexión humana con los estudiantes.
No solo sale airosa de sus luchas, sino que sedimenta y se mantiene firme en su intención de elevar su discurso por encima de toda duda ética.
El suicidio, por su parte, está presente desde el minuto uno de la obra de Derek Tsang: la muerte de una estudiante, superada por las circunstancias, funciona como detonante de una especie malévola de cadena trófica de acoso en la que el maltrato va bajando y cobrándose a sus víctimas en un juego de dominación en el que o comes o te comen. La exposición que lleva a cabo Better Days de la responsabilidad del acto violento y la necesidad de atribuirla inmediatamente y sin demasiadas cábalas lleva inmediatamente a la exoneración pasiva de los agresores: las autoridades como órgano que busca culpables en lugar de defender a los afectados cobra una importancia intertextual que resuena durante todo el filme, y toca puntos como la culpabilización de la víctima —el aislamiento de reprochar «no haber pedido ayuda» con una intención clara de echar balones fuera— sin desordenar el grueso de su discurso, que antepone la soledad del estudiante marcado por el maltrato y el riesgo latente de finalizar la propia vida. Del mismo modo, ofrece una reflexión analítica sobre el ciberacoso, un fenómeno relativamente moderno pero que tiene sus propias pautas de actuación dentro del grupo académico: a través de una serie de escenas que el montaje va intercalando con gusto a lo largo del metraje, el cineasta interconecta la propia identidad del bullying con su variante tecnológica y la convierte en un todo que, a día de hoy, configura un escenario cuyos elementos son indisociables. En determinados momentos, y como pequeña alusión crítica, es cierto que peca de cierto melodramatismo al recrearse en las consecuencias emocionales e intelectuales de Chen Nian y Xiao Bei, no de un modo particularmente visual ni gráfico pero sí calamitoso y, por momentos, levemente tendencioso: como película de denuncia basada en hechos reales y con mirada cinematográfica obvia —no es un documental ni pretende serlo— sus excesos son justificables y excusables desde el momento en que su segunda intención, después de la fílmica, es la de concienciar y divulgar.
En el ejercicio narrativo que lleva a cabo Derek Tsang, se percibe un elemento que sobresale sobre los demás para atrapar al espectador: su fotografía preciosista y estilizada que encuentra referentes en el Wong Kar-wai de Chungking Express (1994) o el Tsai Ming-liang de Rebeldes del dios Neón (1992), su composición estudiada al milímetro para resaltar elementos decisivos y amplificar actos simbólicos y ascenderlos a inflexiones indispensables para la película en sí misma —el corte de pelo como acción puramente semiótica, la escena sin diálogo en el vis a vis de una belleza atormentada que defiende el concepto del «tú y yo contra el mundo» que trae a la mente la Paris, Texas (1984) de Wim Wenders— realza una estética que conjuga el gusto por un cromatismo lleno de neones y una sensación de humedad que impregna la ropa, los rostros, las miradas incluso. Better Days es una obra enorme, cíclica y atemporal, pero universal sobre todas las cosas: la dualidad entre el amor y la violencia, entre el odio y la pasión se relacionan entre sí formando un relato que conmueve y altera a partes iguales. Permite al espectador acceder a una ventana completamente abierta que elimina los prejuicios nebulosos que anteceden a los filmes que obligan a adoptar una posición intelectual, y no solo sale airosa de sus luchas, sino que sedimenta y se mantiene firme en su intención de elevar su discurso por encima de toda duda ética. Y ese siempre será nuestro parque.