Revista Cintilatio
Clic para expandir

Belle (2021) | Crítica

Cicatrices desde el abismo
Belle, de Mamoru Hosoda
La obra de Mamoru Hosoda delinea un mundo de realidad y fantasía en el que convive la poesía más bella con la ciencia ficción más elaborada. Una película emocionante y virtuosa que toma el pulso a la identidad y el trauma desde la ilusión y la pasión.

Conjugar dos mundos dentro de un solo universo, hacer confluir lo humano con lo inalcanzable, el conflicto que emana de lo que somos, o lo que fuimos, con lo que queremos ser, o querríamos ser, llegado el caso, de que no tuviéramos un ancla forjada en acero e iridio que nos ate al trauma del pasado, a ese momento concreto de la vida en que, en apenas un parpadeo, todo cambió. Mamoru Hosoda lo hace, así, en Belle: una obra fastuosa, impronunciable cuando se trata de enunciarla, o inabarcable cuando se intenta asirla, que dedica su forma de ser a alterar el conflicto de identidad, el deseo de alcanzar la mejor versión de uno mismo, y colocarlo en el mismo plano semántico que el choque tecnológico tan propio de nuestros días, patognomónico de nuestra era, en el que como seres pertenecientes al siglo XXI nos desdoblamos en infinitas aristas que nos representan, cada una a su modo, en un esquema diferente, interpretable a su vez por cada par de ojos que miran desde el otro lado de cada pantalla, y que solo pueden ver lo que elegimos que vean, o lo que se nos filtra, inadvertido, entre los resquicios informáticos de nuestro día a día virtual. Eso es Belle, así, a grandes rasgos y de modo terriblemente inexacto: la historia de una joven de diecisiete años que pierde a su madre de niña y se queda, aturdida, preguntándose por qué; y que encuentra en una aplicación de simulación de realidad la manera de volver a comenzar y proyectar y canalizar su verdad, una sin contaminar por los que están fuera, y encontrar de nuevo su voz y cantar, y cantar, y cantar. Así lo hace Mamoru Hosoda a través de su Studio Chizu: elaborar un anime emocionante y emocional, que se queda pegado al corazón y trasciende, y mucho, toda posible relación —que la tiene— con La bella y la bestia (Gary Trousdale, Kirk Wise, 1991) o Matrix (Lilly Wachowski, Lana Wachowski, 1999), al punto de que todo su discurso, su narración, su estética, están a un nivel de comprensión de la idiosincrasia de sus personajes, de sus personalidades y sus problemáticas, que la inspiración a nivel temático es más un punto de partida que una reinterpretación.

Una película poseedora de tanta belleza y tanta honestidad que se extiende mucho más allá de una animación sugestiva y una música conmovedora.

La estética de Belle tiene una fuerte inspiración en la ciencia ficción.

La música, claro, no puede quedar fuera: Kaho Nakamura es la encargada de poner voz a Suzu/Belle, y es gracias a ella que podemos acceder al mundo interior de la protagonista incluso a través de la barrera idiomática. Con cada tema musical interpretado, con cada canción, Belle se crece en el oído y en la vista —su animación, lúcida y preciosista, tira de imaginario para elaborar un mundo alternativo entre lo ciberpunk y lo mágico, que tanto bebe de Hayao Miyazaki como de Katsuhiro Ōtomo— y ofrece una entrada a los sentidos que no decae en ningún momento de sus algo más de dos horas de duración. Como decíamos, el conflicto de identidad está explorado entre sus filas con gran minuciosidad, y a través de varios arcos argumentales que se acabarán complementando desde el amor, la amistad o la camaradería encontrará un núcleo que recorre su estructura desde las entrañas: la facilidad con la que accede a complejidades tan propias de nuestro zeitgeist —la división del individuo en red, los múltiples «yos» que conviven ocultos entre sí, la distancia interpersonal, la alexitimia propia de toda una era— se convierte en su arma más elaborada, a pesar de entrar desde una emocionalidad aparentemente tan básica y primaria como es la música y la narración simple. Por otro lado, el choque familiar que nace del evento traumático —la muerte de la madre— encuentra un catalizador de excepción por comparación —el modo que tiene Suzu de enfrentarse a la muerte de un ser querido versus el modo que tienen los demás de hacer lo propio—: explora las infinitas variaciones de un evento equivalente a través de una sensibilidad maravillosa y delicada, que una vez suelta todo el lastre y se libera de toda posible semejanza con sus precedentes —sobre todo, con la nombrada La bella y la bestia— entrado el tercer acto, se reafirma en su emocionalidad y su capacidad transformadora. Belle es una película poseedora de tanta belleza y tanta honestidad que se extiende mucho más allá de una animación sugestiva y una música conmovedora: toca las cicatrices del pasado y las convierte, casi sin que lo percibamos, en infinitos haces de luz.