Aaron Sorkin es un guionista inteligente. Tiene la habilidad necesaria como para enfrentarse a una historia real conocida por millones de personas —en EE. UU., al menos— y tocar un par de cosillas por aquí, otro par por allí y ofrecer uno de esos dramas biográficos que tienen bastante de verídicos y mucho de falaces, por lo cinematográfico, por lo estilístico, y por lo, finalmente, afectado del material; y aun así ser capaz de no precipitarse al vacío y quedarse, tan solo, a medio caer. Le ocurre a Sorkin algo curioso: lo suyo es el drama político, en el que se le ve verdaderamente cómodo y en su elemento —cómo no pensar en El ala oeste de la Casa Blanca (1999), serie paradigmática donde las haya—, algo que ha traído en las formas a su faceta como director, y que ha intoxicado en cierta manera su identidad global como artista, que hoy por hoy es indisoluble de esos diálogos rápidos e ingeniosos, de ese intercambio de contenido que hace que hasta el más secundario parezca dueño de una inteligencia verbal superior, y sobre todo, de cierta condescendencia y amaneramiento. Con Being the Ricardos (Aaron Sorkin, 2021), parece que nuestro Sorkin se ha envenenado de sí mismo y ha dado rienda suelta a todos los tics como narrador que había ido demostrando y conteniendo con mayor o menor fortuna a lo largo de una carrera curiosa e interesante, que abarca desde piezas de ingeniería diegética como La red social (David Fincher, 2010), que guionizaba con excelencia, hasta sus primeras aproximaciones a la silla de dirección con las interesantes pero irregulares Molly’s Game (2017) y El juicio de los 7 de Chicago (2020).
Porque con la historia de Lucille Ball y Desi Arnaz, el cineasta estadounidense tenía un material fuerte entre manos, una responsabilidad grande teniendo en cuenta que la pareja cuya vida adapta protagonizó una de las series más vistas de la historia de los EE. UU., Te quiero, Lucy (1951), y también una mediatización de sus figuras que conectaba directamente con la fama que alcanzaron como estrellas de la pequeña pantalla. Y claro, actriz y actor protagonistas exceden todo lo esperado, tanto que casi consiguen que la película sea vista en una clave completamente diferente a la que posee por debajo del artificio y el montaje paralelo —ay, Sorkin—: Nicole Kidman y Javier Bardem se mimetizan en sus interpretados, una hazaña que no debemos minimizar sobre todo en el apartado vocal teniendo en cuenta que son una australiana y un español interpretando a una estadounidense y un cubano, y no solo destacan y convencen, sino que representan el argumento de venta principal de Being the Ricardos por estar maravillosos en pantalla, por dejarse la piel en el brete y dotar de personalidad escénica al ínclito matrimonio —de hecho, se podría decir que existe algún tipo de conectividad entre el filme de Sorkin y Los ojos de Tammy Faye (Michael Showalter, 2021), por la deriva y también por la tendencia al exceso—.
Desde su inestabilidad, se mantiene en pie gracias al trabajo de Kidman y Bardem, pero muestra a un Sorkin afianzado en sus obsesiones narrativas.
Pero el problema es que el conflicto central de la obra es mundano, que la mano de Sorkin es blanda y que la dirección que adoptan los hechos llevan a pensar en la película como otro biopic con mucho adorno pero poco en la recámara: por un lado, la crisis que atraviesan los personajes se debate entre lo ajeno y lo cómico, apoyándose en la fantástica química entre los dos intérpretes, pero abandonada completamente a lo relacional en detrimento del significado, del sustento, de las columnas. Lo único que agarra al espectador son las dinámicas y las energías interpersonales, y deja a medio gas todo lo que tiene que ver con el retrato de una obsesión que podría haber propiciado el carácter de Ball —Sorkin convierte la escena del corte de los tallos de las flores en algo central, relevante y reiterativo para luego dejarlo a un nivel semántico secundario—, o los pulsos de poder del de Arnaz. Por otra parte, el realizador mantiene el ámbito de su acción siempre atado en corto, y no deja que el retrato se expanda: siempre en un estilo desprovisto de mordiente —algo imperdonable en este material, que requeriría, como mínimo, algo más de barro, que estamos hablando de acusaciones de comunismo en plena década de los cincuenta—, Sorkin presta tanta atención a lo narrativo y lo expositivo que deja de lado el concepto de la puesta en escena, de lo fílmico, de lo cinematográfico; nada destaca por encima de la jerarquía que se puede intuir en los primeros compases del filme, y eso termina ocasionando la sensación de «viejo conocido», de «esta película ya la he visto antes». Aunque Being the Ricardos tenga sus gags fuertes, sus momentos de lustre, su historia está a un nivel de convencionalidad que vive un escalón por debajo de la apariencia con que está vestida, algo que se hace patente en sus compases finales cuando la deriva ya fue muy lejos y el as en la manga tiene algo de deus ex machina y también algo de corte abrupto. Nos queda una película que, desde su inestabilidad, se mantiene en pie gracias al trabajo de Kidman y Bardem —y J.K. Simmons y Alia Shawkat—, pero que muestra a un Sorkin afianzado en sus obsesiones narrativas con menos direccionalidad, y mala leche, de la que aceptarían Lucy y Desi.