Viendo el debut en el largometraje de Juja Dobrachkous, es fácil pensar en Carl Theodor Dreyer, por el acceso a la religión o por la mística que desprende, no tanto por la complejidad mitológica y hasta cierto punto de difícil lectura o una forma en la realización que, si bien recuerda al genio danés en el uso de los primeros planos, está aquí mucho más extralimitada y con una intención narrativa que dista en modo de lo que hacía el director de Ordet (La palabra) (1955). Es en el aspecto simbólico, además, donde la película de la cineasta georgiana despunta por encima de la densidad de su envoltorio, al subvertir por completo el mito de Teseo y colocar a Ariadna en posición de ser la que recibe el hilo y la que entra en el laberinto dispuesta a enfrentar la vida y la muerte: es ella la que vence al Minotauro de los tiempos, la que destruye las convenciones de las eras y se debate entre modernidad y tradición, la que responde a la pregunta ambigua y capciosa que diferencia el discurso sobre la vida rural de un pueblo perdido de la mano de Dios en la Georgia profunda y el destino sofisticado de la mujer que huye de sus problemas maternales en los que no se quiere ver reflejada: de una sociedad que la excluye por ser ella misma. La inversión semántica, hemos de decir no siempre demasiado obvia y por momentos excesiva en su ambigüedad, es el punto más brillante de la obra de Dobrachkous que, eso es innegable, posee un poder hipnotizante para atraer la mirada del espectador y dejarla encerrada dentro de su estilo directivo, en el que las caras siempre quedan un poco fuera de campo, en el que las miradas son esquivas y los cuerpos danzan fuera de su elemento.
Bebia, à mon seul désir (2021) expone, de este modo, el choque generacional metaforizado en el infame hilo de la mitología griega, y desde el punto de unión con los ancestros y con los que nos suceden, expone el choque de identidad entre lo divino y lo monstruoso, lo que queda después de la pregunta del «quién soy». En su aspecto más pragmático, poco que rascar sobre su propuesta, lo que puede reducir considerablemente su público: Ariadna —Anastasia Davidson en su debut cinematográfico— es una modelo que debe volver a su pueblo natal, en las profundidades de Georgia, para el funeral de su abuela, donde deberá enfrentarse a un rito en el que el familiar más joven (en este caso, ella) deberá tender un hilo desde el lugar en el que falleció la anciana mujer hasta el lugar de su entierro para, de este modo, conectar el alma con el cuerpo y que pueda irse completa hacia el más allá. Rodada en un blanco y negro precioso al que no le sobra ni le falta ni un paso de contraste, en la película conviven varias líneas temporales sobre las que no parece haber una cohesión clara en una primera pasada, pero que se comunican con el espectador desde lo emocional y desde lo perceptivo, creando una especie de lugar de culto en el que la obra dialoga desde las imágenes, representando la subversión de su mitología sin decir más palabras ni explicar más conceptos de los necesarios —infinitos planos de piernas ancladas a la tierra, cuerpos cortados por el encuadre, humo de tabaco y silencios que provocan náuseas—.
Un camino intrincado de oscuridad y desafío, donde la fascinación que induce solo se ve desviada por el cripticismo de sus imágenes y su discurso hermético.
Su juego de luces y sombras intergeneracional, en el que la relación de Ariadna con su madre —y esta, a su vez, con la suya— marca el camino que define Juja Dobrachkous al representar el corazón de Bebia, à mon seul désir más allá de toda complejidad de estilo, comenta sobre el aislamiento y la búsqueda de la identidad en base a un baremo interno —la negación, el rechazo a transportar el hilo, la rendición a la tradición pese a las convicciones— y externo —las raíces, el pueblo, las plañideras que, como dicen, «dan ganas de colgarse», la terrible sentencia de «uno no se hace adulto hasta que muere su madre»—, llegando a completar un círculo que mortifica al que vive en la línea que separa la convicción personal de la obligación impuesta por el entorno —Ariadna despreciando la idea del rito, pero cediendo ante la presión—. El filme de Dobrachkous es, al final, un camino intrincado de oscuridad y desafío, donde la fascinación que induce solo se ve desviada por su impenetrable diatriba, por el cripticismo de sus imágenes y su discurso hermético. Y aunque solo sea por llegar a esa escena, con ese baile al ritmo de la brutal Springtime de Nino Katamadze & Insight, habrá merecido la pena perseguir al intangible, al inexplorado, al subterráneo; al invisible deseo que trata de sobrevivir como puede dentro del laberinto.