Propuestas como la del suizo Andreas Fontana tienen un punto inmensurable. Es imposible definir con certeza la inquietud que suscita, al atrapar en cada fotograma cierta perversión, cierta sensación de suciedad, que impregna cada uno de los resquicios que filma con precisión en su obra. Realmente, Azor (2021) expone la compleja realidad de un banquero privado suizo que viaja a la Argentina de 1980 —es decir, en plena dictadura— para reunirse con los clientes que su socio le ha dejado en singular herencia tras desaparecer en extrañas circunstancias. Pero llegado a este punto, tenemos que establecer una diferencia entre «exponer» y «hablar de»: Fontana entra en el terreno virgen, casi inexplorado, de las finanzas más lóbregas, y lo usa para retorcer la narrativa hasta sumergirse en lo humano, en la sustancia, en la inquietud que sale a la luz desde la oscuridad, desde los despachos lujosos y los salones «para caballeros» que se sienten como el mayor antro de la desolación, donde cada palabra pronunciada suena turbia y cada mirada parece preceder a un navajazo que nunca llega a suceder. Y así es que el cineasta suizo habla de y desde las tinieblas, valiéndose para ello de una contención en la forma que se resiste a explotar, siempre haciendo hincapié en la presión: Fabrizio Rongione, que interpreta el papel protagonista con gran pulso, desprende esa sensación de urgencia, de terror sometido, que supone meterse en el agua con tiburones hambrientos, explorando el aplastamiento interior que va surgiendo con cada cliente, con cada escenario, con cada nueva revelación. Siguiendo esta línea, dice Fontana que le «interesa la cuestión de filmar el secreto»1, algo que se entiende realmente después del visionado de su Azor, tan densa como intangible: del mismo modo en que la obra se desnuda en el apartado dialéctico, resulta marcadamente reservada en lo semántico, dejando la sensación de choque, de desconocer algo que nos están gritando, de llegar siempre el último a la fila en la que se reparte la información. Si por algo destaca la pieza de Andreas Fontana, es por construir un submundo atemorizante del que cuesta más salir que entrar; por moverse con ligereza por una alcantarilla maloliente que nunca requiere que te tapes la nariz, pero sí deja en un estado de fuerte inquietud.
Una de las películas más inclasificables y poderosas del cine reciente. Construye un submundo atemorizante del que cuesta más salir que entrar.
Así, la atmósfera malsana, decadente, introduce al espectador en las cloacas más profundas de la condición humana, siempre con un ojo puesto en el beneficio y el otro en la retaguardia. Entre sus más poderosas virtudes, resaltar cómo el director encuentra un punto de equilibrio casi perfecto ente una narrativa convencional y otra desencajada, donde lo sórdido se va solapando poco a poco con la forma de la película, llegando a un punto en el que lo que se ve en pantalla constriñe una realidad asalvajada y un universo denso, depravado, en el que todos se visten con una elegancia contradictoria. Expresado mediante un uso muy concreto de la forma —la sobriedad estética, el estrechamiento de los espacios, los audios que se superponen, la naturaleza enfrentada al artificio visto como el más grande de los absurdos—, Azor destaca también en otras facetas, quizá más simbólicas o partícipes de cierta agenda social de gran significado: el papel de la mujer en un mundo de hombres, relegada a acompañante, pero siempre ejerciendo una labor de consejera no reconocida —y denostada— que contrasta con fuerza con el hálito de poder que tanto se afanan en desprender los gallos del corral; o el uso del lenguaje, mitad francés mitad español, mitad alegórico mitad literal, de tanta carga estilística que cuesta imaginar qué habría sido de la obra de no partir de este punto. El submundo que expone, de este modo, Azor, no se queda solo en lo horizontal, sino que se deja caer en la verticalidad de una escalera que va haciendo paradas en cada revelación a la vez que se aleja de la luz y la cordura. Probablemente, Andreas Fontana haya compuesto una de las películas más inclasificables y poderosas del cine reciente, de tanta originalidad como firmeza a la hora de destruir el statu quo que existe entre obra y espectador: no solo abre una brecha en lo emocional, sino también en lo intelectual, cambiando el modo de relacionarse con aquel que se enfrenta a su visionado y convirtiendo su narrativa en algo que no está expresado, sino sugerido.
- Ranzani, O. (2022, 23 marzo). Andreas Fontana: «Me interesa filmar el secreto». PAGINA12. https://www.pagina12.com.ar/409916-andreas-fontana-me-interesa-filmar-el-secreto[↩]