Revista Cintilatio
Clic para expandir

Avatar: El sentido del agua (2022) | Crítica

La apabullante experiencia de una aventura sin límites
Avatar: El sentido del agua, de James Cameron
El regreso al cine de James Cameron es también el regreso a Pandora, un mundo y un universo surgido de la imaginación del cineasta más incomprendido de las últimas décadas, que vuelve a situarse muy por encima de casi cualquier realizador de acción y aventuras.
Por Adrián Massanet x | 19 diciembre, 2022 | Tiempo de lectura: 10 minutos

James Cameron es un director que no le cae bien a nadie. Desde el estreno de Titanic (1997), que acaparó premios y se convirtió en un fenómeno planetario de dimensiones hasta entonces desconocidas, se mira con lupa y con una indefectible mala baba cada uno de sus trabajos, y él, con su habitual altivez, sus grandilocuentes comentarios y su desmesurada confianza en sí mismo, tampoco ayuda. Que sus dos posteriores ficciones hayan sido también proyectos de una gigantesca envergadura y que siga gozando de una abrumadora respuesta del público, solo ha conseguido complicarle más una unanimidad a corto y medio plazo. Parece imposible que se escriba una sola crítica de su nuevo filme cuyo primer párrafo —y a veces posteriores— no esté saturado de las habituales disquisiciones sobre lo carísimo del presupuesto, sobre su megalomanía y sobre las supuestas carencias del guion, además de clamar a los cuatro vientos que su talento ha tocado fondo por mor de la comercialidad. Cualquier cosa con tal de no hablar de cine y del filme en cuestión.

Una de las imágenes acuáticas del filme.

Todo filme ha de recibir la crítica que se merece, y la valoración ha de ser acorde a la voz que inspiró al artista que le ha dado vida, a la estrategia y a la clase de relato que se pretende construir. No tiene ningún sentido analizar Avatar: El sentido del agua (2022) con las herramientas con las que se haría una crítica de un filme de Godard, como no tendría sentido valorar La vida de Adèle (La vie d’Adèle – Chapitre 1 & 2, Abdellatif Kechiche, 2013) con las mismas herramientas que un filme de Clint Eastwood. Si se quiere escribir un comentario medianamente decente y no caer en el más absoluto de los ridículos, se impone conocer bien los territorios en los que estamos delimitados y aquello que pretende construir el autor. Cameron, después del inapelable triunfo poético de Titanic, que quizá nunca podrá volver a repetir, se ha ganado, quizá como ningún otro en su industria, el derecho a hacer aquello que a él le apetezca. La saga Avatar es un capricho estético suyo, el tipo de relato soñado por él, en el que puede permitirse invertir ingentes cantidades de dinero para desarrollar una tecnología audiovisual a la que nadie, probablemente, puede aspirar en todo el mundo con este nivel de autoexigencia, todo con el objetivo de crear el mundo extraterrestre más nítido y realista que quepa imaginar, consciente —con toda probabilidad— de que tal inversión de tiempo, capital y esfuerzo en una imagen digital va a ser la primera piedra arrojadiza que todo purista va a lanzar contra él. Pero no cabe engañarse: esto es un capricho de James Cameron —con sus propias, inapelables y rotundas reglas— y como tal ha de ser juzgado. Y lo primero que llama la atención de este enorme tinglado es que todo él no es un fin en sí mismo, sino que está al servicio de una narración de gran calado moral. Avatar: El sentido del agua es un juicio hermoso y terrible, emocionante y libérrimo, sobre la naturaleza humana, pero también es una aventura apabullante, catártica, que nos devuelve a un realizador colosal, capaz de aunar ritmos internos y externos con una endiablada astucia y un profundo conocimiento, ya casi instintivo, de la construcción de un melodrama audiovisual.

En cuanto a sus componentes temáticos y técnicos, el primer Avatar (2009) era algo más parecido a un prólogo, que ahora se ve confirmado, ampliado y enriquecido en esta arrolladora segunda parte, en la que Cameron sigue tirando del hilo de los mismos personajes, a los que añade unos cuantos más, en un intrincado y elaboradísimo entramado que él consigue resolver con sencillez y claridad muy notables, y valiéndose de una puesta en escena y de una planificación al mismo tiempo más evolucionadas y más sencillas que las de su predecesora, como si hubiera depurado su estilo hasta hacerlo casi transparente, preocupado sobre todo por dotar de una coherencia aplastante a cada una de sus criaturas. Podríamos decir que lo que se ha propuesto el director es profundizar en el interior de los personajes, ampliar las posibilidades de ese enorme mundo por él creado (que como no podía ser de otra manera es una reminiscencia de este mundo en el que nosotros vivimos), hablar de forma directa y sin tapujos de cuestiones que a él le duelen o le fascinan, y proporcionar al espectador un relato grandioso, intenso y sensorial plenamente satisfactorio. Y todo ello lo consigue, pues no cabe más épica en una pantalla de cine, todos y cada uno de los personajes están escritos y luego desarrollados con delicadeza y esmero, y consigue con todo eso hablar de cuestiones muy poco agradecidas, que ponen a nuestra especie en el ojo del huracán, ya plenamente convertida en una raza invasora, destructiva, sin la menor posibilidad de redención. Si en el primer Avatar el ser humano salía en general muy mal parado por sus ansias de enriquecimiento, aquí termina por convertirse en una plaga capaz de cualquier cosa por conseguir sus objetivos. 

Britain Dalton interpreta a Lo’ak.

Y si allí se nos narraba en clave de ciencia ficción la forma en que los países industrializados han cometido un genocidio contra los nativos americanos o a los indígenas africanos (pues ambas culturas ancestrales, y otras muchas, encontraban su eco en los Na’vi) aquí el genocidio de los seres humanos se amplía al mundo animal y al entorno marino, es decir al mismo núcleo de la vida salvaje. Es aquí donde el cineasta quema todas sus naves, tanto en lo técnico —con imágenes subacuáticas de una belleza y una perfección inusitadas, pasmosas— como en lo argumental, pues como bien sabe todo el mundo es un gran conocedor de la vida marina y una persona fascinada por los océanos, por lo que seguramente está más autorizado que la mayoría para poner sobre la mesa cuestiones como la caza indiscriminada de ballenas y la destrucción de ecosistemas marinos como un punto de no retorno para la humanidad. Pero no lo hace en clave de metáfora o de parábola, sino que habla de ello con honestidad y valentía en un momento en el que parece que la acción del ser humano está propiciando el calentamiento global del planeta. Y lo que a algunos pudiera parecerles un mensaje simplista o buenista es tratado de la misma forma que la idea de la familia aquí desplegada —que nada tiene que ver con una ficción a lo Spielberg—, pues esto no es un filme de tesis, sino un «filme denuncia», muy en la línea de La princesa Mononoke (Hayao Miyazaki, 1997), que coge la temperatura de estos tiempos casi apocalípticos y los traslada a una fábula de ciento noventa y dos minutos de duración que se pasan en un suspiro, pues no existe la menor caída de ritmo y su intensidad y fluidez impiden que el espectador pestañee, atrapado por su lógica, arrollado por una inventiva visual, por un drama, que resulta convincente y persuasivo en todo momento, y en el que Cameron no pierde jamás el control de aquello que está contando a pesar de sus numerosos cambios de ritmo, de estructurar varios puntos de vista convergentes y casi opuestos entre sí, de zambullirse en una miríada de criaturas, de situaciones, de réplicas y contrarréplicas, de set pieces… en un collage que para muchos otros supuestos cineastas habría sido demasiado vasto.

Avatar: El sentido del agua es un juicio hermoso y terrible, emocionante y libérrimo, sobre la naturaleza humana, pero también es una aventura apabullante, catártica, que nos devuelve a un realizador colosal.

Recurre de nuevo James Cameron al director de fotografía Russell Carpenter —en sustitución del galardonado Mauro Fiore—, con quien ya había trabajado en Titanic, y en Mentiras arriesgadas (1994), y se ve obligado, por el fallecimiento de James Horner, a recurrir al casi desconocido Simon Franglen para componer la música. Pero se percibe una continuidad estilística muy sólida, a pesar de que con toda probabilidad Carpenter es un operador mucho más audaz y en mayor sintonía con lo que intenta armar el director, y en esta segunda parte obtenemos ambientes y contextos visuales mucho más atractivos, para un aspecto vibrante, en el que palpita un mundo al límite siempre creíble a pesar de estar hecho en su mayoría en CGI. El director de fotografía logra momentos de gran vuelo lírico, pero todo está presidido por un realismo rugoso, por una fisicidad inapelable, en la que los elementos (no solamente el mar, también el fuego, el viento, la lluvia, la noche, las tormentas, los eclipses) hacen presencia y se erigen en una manifestación más vívida de Pandora y de una existencia golpeada, casi devastada, por la acción inmisericorde del hombre. Y en cuanto al diseño de producción, se ha recurrido a nuevos nombres y a un equipo mucho más amplio porque el desafío era mucho mayor. Lo que en el primer filme eran solo apuntes, trazos habilidosos con los que hacer un bosquejo de un mundo mucho más grande, aquí son líneas y formas considerablemente más voluminosas y exuberantes para conseguir armar todo un universo cerrado en sí mismo, a partir del cual poder hablar de los problemas del presente, en el que cualquier detalle está cuidado al máximo, convirtiendo en nimiedades filmes como Dune (Denis Villeneuve, 2021) o cualquier otra gran superproducción reciente, y que podría ser uno de los trabajados de diseño de producción más inabarcables y fastuosos desde Titanic, precisamente.

Una de las criaturas marinas que viven en Pandora.

Pero es en el montaje donde el filme acaba encontrando la materia que le da forma, para una construcción perfecta, pues nada sobra y nada falta en ella. Nada menos que cuatro montadores (David Brenner, John Refoua, Stephen E. Rivkin y el propio Cameron) para un material que lo tenía todo para quedar desequilibrado, o excesivamente largo, o truncado en algunas partes, pero en el que consiguen un gran equilibrio entre las partes, dando su espacio y su tiempo narrativos a los tres hijos principales (Lo’ak, Kiri y Spider), pero también a la historia de venganza de Quaritch (a quien Stephen Lang vuelve a dotar de una fuerza indescriptible), y por supuesto al corazón del filme, Jake (Sam Worthington) y Neytiri (Zoe Saldaña), que se quedan en un aparente segundo plano, pero que son las piezas que unen todo el entramado hasta hacerlo uno solo, en la que ambos personajes consiguen atrapar la emoción del espectador a través de miradas y de decisiones que les hacen elevarse de la pantalla, estar tan vivos como una persona real, y poseer una verdad insoslayable. Es la lucha entre Quaritch, Neytiri y Jake la que electrifica el filme y lo convierte, en su tercio final, en una experiencia catártica, que te deja literalmente exhausto por la capacidad de los montadores de superponer puntos de vista y acciones paralelas, por el dinamismo y la extrema cinemática de un filme convertido ya en pura imagen en movimiento, en drama contado no con palabras sino con elementos puros de audiovisual, con un diseño de sonido absolutamente magistral, que es el verdadero 3D de un filme nacido no para cambiar la historia del cine, sino para galvanizarla, para proponerle nuevos rumbos que transitar a partir de la emoción pura de contar historias.

Se equivocarán quienes busquen aquí una revolución del cine o cosas por el estilo, al menos en lo narrativo. Tampoco es objetivo de Cameron y de su enorme equipo. Lo que nos proponen son nuevas formas de canalizar la narrativa, de convertirla en una experiencia con la que poder hacer cine en los tiempos convulsos, gélidos y extraños que nos ha tocado vivir. Lo que este cineasta irrepetible —probablemente el más grande de toda la historia dentro del exigente y complicadísimo marco de la ciencia ficción— nos está pidiendo, es que abramos bien los ojos, que ampliemos nuestra conciencia y nos enfrentemos a una doble aventura: la de respetar el mundo en que vivimos y la de aceptarle a él como uno de los grandes realizadores de los últimos cuarenta años. Abrámoslos, pues, y dejémonos arrastrar por esta experiencia más grande que la vida.