A estas alturas a nadie debería caberle duda de lo arrolladora que es esta serie. La fórmula es infalible si quien se aproxima a ella tiene la mente abierta, disposición a encajar el naturalismo extremo y la falta de pudor con que se desnudan en cuerpo y alma Belén Barenys —aka Memé, corista de Rigoberta Bandini— y Belén Prieto ante la cámara (y además, son responsables del guion y dirección de esta granada de mano junto con Miguel Ángel Blanca). Diez episodios en torno a los 15-20 minutos de duración, y ni uno solo de ellos deja indiferente. Están los capítulos que arrancan carcajadas de incredulidad o sarcasmo, o de puro acuerdo con la reflexión envuelta en mazazos a los tabúes: sea por el desenfado con que se narra la relación cada vez más normalizada con las drogas —algo que ha sido fruto de una polémica, cómo no, y que más adelante abordaremos—. Sea porque aborda eso tan común del gusto por seducir, la contradicción de subírsenos el ego al ser objetos de deseo —aún con el riesgo de que eso derive en una cosificación y lo que esta molesta o incluso duele— para pasar rápido al hastío y aburrimiento por un sexo insatisfactorio o que no toca la fibra emocional, sin conexión humana real. Incluso abre el melón del hecho perturbador de cuántos tipos arrojan sus fantasías pedófilas sobre las mujeres con quienes se acuestan. Y a menudo por eso ese perfil de hombre las busca siempre jóvenes, y en el subconsciente y no tan subconsciente, el subtexto de este formato filtra en qué gremios podemos encontrar a estos depredadores. Hay un capítulo, además, que retoma esta idea y hace justicia poética en torno a la campaña del #metoo. La diversión y la mala leche están aseguradas, pero vemos que también remueve por apelar a sentimientos universales… o mejor dicho, primermundistas, sí, claro, estaremos de acuerdo. Pero no podemos ni debemos ignorar la precariedad enquistada en un grueso de varias generaciones que podríamos recopilar desde quienes nacimos en los ochenta, cuantísimo más si se es provinciana y se va una a una gran capital a perseguir el sueño cultivado en el bachillerato de artes o letras, y te pegas la hostia de la vida, si se me permite la vulgaridad —algo que esta serie abraza y que, a título personal, en ocasiones así, tiene toda la bienvenida—. El retrato pormenorizado de esta generación Z, que camina en ese limbo entre estar dejando de ser unas crías, y estarse intentando adaptar a la vida adulta, está empapado de ansiedad —hay un capítulo que es una joya en cuanto a intercambio de vivencias reales en el marco de este asfixiante y cada vez más extendido trastorno—. El vacío existencial está ahí, y también la rabia, en la pantalla, claro y cristalino. A lo Euphoria (Sam Levinson, 2019), pero con una textura estética y fotográfica mucho más punk. Natural, es siempre la palabra. Con la cámara indie al hombro. Una especie de Kids (1995) en la que la chavalería ya no tan chavala se narra a sí misma, sin la tiranía de Larry Clark, que luego se nos ha revelado un engendro que recopiló premios a base de filmar a pelo sus propios abusos con una panda de pobres criaturas vulnerables y manipulables1(iba a decir «véase el documental», pero no: no os hagáis ese daño). Por lo menos, todo lo que Autodefensa recoja, va a quedar en las manos que justamente lo merecen.
O podríamos bautizar esta actitud cinematográfica y vital como post-trap, puesto que la serie es indivisible del macarrismo que corre por las venas de todo ser viviente descendiente de ese espíritu ibérico tan quinqui. Que a ver por qué el cine no había normalizado hasta hoy que si te pilla la luz del día en la calle con la vejiga llena, no se le puede privar al suelo pélvico de un alivio. Ese plano, que seguramente sea tachado de polémico, al final es costumbrismo español (o catalán, en este caso: cada cuál con su sentimiento de pertenencia) de toda la vida. Veámoslo como lo que quiere ser: un activismo en favor de dejar de censurar el cuerpo de la mujer y concebir una vagina y su vello púbico como algo que pertenece a un cuerpo, que orina y da a luz si una quiere o no se le ha permitido evitarlo y no solamente como una entrada al placer masculino). Y el que este momento sea en compañía de la bestie, con la intimidad que conlleva compartir eso, pese a la exposición urbana y el posible multazo por incivismo, es hasta entrañable. Es regar y sazonar el tejer redes que tanto valora la mal llamada generación de cristal, esta que nos pasa la mano por la cara en cuanto a inteligencia y gestión emocional, pese al mundo que les hemos dejado. Perdón, que nos han dejado también los de arriba de la pirámide a nuestra quinta. Que ya vale de responsabilizarnos siempre a los peones mientras cuatro privilegiados devoran todo. De eso va también esta joya.
La diversión y la mala leche están aseguradas. Huye del dogmatismo y la soflama moralista, como con todo lo peliagudo —pero real e inminentemente presente— que aborda.
Retomando el tema de la polémica alrededor de la normalización de las drogas, tan solo procede añadir que debe abordarse como lo que es: parte de su realidad. Esa normalización del consumo está ahí: no hay vuelta de hoja. Es parte cotidiana del salir de fiesta y no querer volver a ese cuchitril indecentemente caro que es peaje para tener acceso al maremágnum de cultura, de contactos en el mundillo artístico, cinematográfico. Esta producción no merece ser concebida como una apología de los estupefacientes: no es ajena al drama implícito en que estos sean el refugio contra el tedio. Explícitamente señala los riesgos de las adicciones, la pérdida de conciencia o de control, aunque lo haga de manera desdramatizada. Eso es hasta sano: muestra mucha fortaleza, respeto a las decisiones de cada cuál, se aleja diametralmente del paternalismo habitual en los retratos que suman juventud y drogas. Nos habla de ser consecuentes con las propias decisiones, los errores. Pero confiesa no ignorar que el riesgo está ahí. Y las bajonas tienen puntualidad suiza. Huye en esto del dogmatismo y la soflama moralista, como con todo lo peliagudo —pero real e inminentemente presente— que aborda, como en el caso del pánico que ciertos varones cishetero experimentan ante el «solo sí es sí», y esto da lugar a una apertura de serie potente, divertida, de mucha vergüenza ajena hacia el señor en cuestión, y aun así, compasiva hacia su persona. Porque, insistimos: afortunadamente cada vez hay más personas conscientes de cómo gestionar el sufrimiento ajeno y cómo no cosificar.
Es una serie que habla de cómo «hemos tocado fondísimo, tía», con todo el colorismo y música ruidosa o popera posible para que la fiesta no pare y no tengamos que enfrentarnos al zulo que nos esclaviza la cuenta bancaria. Se puede no tener nada en la nevera, pero mientras haya amigas con lazos fuertes, una red de sostén, tenemos vida por delante y ya maduraremos cuando sepamos cómo. Y la canción de cierre de Barenys, sin entrar a valorar la parte melódica, que no entra en los gustos de una, es carne de himno generacional al hilo de ese sentimiento de afrontar el hacerse mayores.
- Santos, R. R. (2022, 16 junio). ‘Una vez fuimos Kids’: así se aprovecharon Larry Clark y Harmony Korine de un grupo de chicos con problemas. Cinemanía. https://www.20minutos.es/cinemania/noticias/una-vez-fuimos-kids-larry-clark-harmony-korine-5013666/[↩]