Atenea
«Algunos hombres solo quieren ver el mundo arder»

País: Francia
Año: 2022
Dirección: Romain Gavras
Guion: Romain Gavras, Ladj Ly, Elias Belkeddar
Título original: Athena
Género: Drama. Thriller. Acción
Productora: Iconoclast
Fotografía: Mathias Boucard
Edición: Benjamin Weill
Música: Surkin
Reparto: Dali Benssalah, Alexis Manenti, Anthony Bajon, Karim Lasmi, Ouassini Embarek, Radostina Rogliano, Mehdi Abdelhakmi, Tarek Haddaji, Sami Slimane, Guy Donald Koukissa
Duración: 99 minutos
Festival de Venecia: Sección oficial (2022)

País: Francia
Año: 2022
Dirección: Romain Gavras
Guion: Romain Gavras, Ladj Ly, Elias Belkeddar
Título original: Athena
Género: Drama. Thriller. Acción
Productora: Iconoclast
Fotografía: Mathias Boucard
Edición: Benjamin Weill
Música: Surkin
Reparto: Dali Benssalah, Alexis Manenti, Anthony Bajon, Karim Lasmi, Ouassini Embarek, Radostina Rogliano, Mehdi Abdelhakmi, Tarek Haddaji, Sami Slimane, Guy Donald Koukissa
Duración: 99 minutos
Festival de Venecia: Sección oficial (2022)

Filigrana de travellings enlazados, invadidos de gentío irascible. La batuta de Romain Gavras es impecable: técnica, visceral y emotiva. Potencia visual que ruge contra el fascismo, el racismo y la dictadura policial. Arranca como un tsunami y te engulle.

Un militar francés, de rasgos árabes, vestido con sus mejores galas, expresa su terrible dolor, deshecho en lágrimas, ante la prensa mientras denuncia el asesinato de su hermano pequeño a manos de un grupo de policías que le han dado una paliza. Se llama Abdel y exige consecuencias, la debida investigación, nombres. En definitiva: justicia. La cámara va abarcando paulatinamente la congregación de centenares de personas que rodean la comisaría ante la cual se realiza ese manifiesto. Todas ellas racializadas. Y hasta aquí puedo leer, porque la presentación de los dos personajes principales (el otro de mayor peso sería Karim, cuyo rol no vamos a revelar porque es más conmovedor que se vaya descubriendo la posición y motivos de cada uno a medida que avanza el metraje. Y creedme: el metraje atropella, y aun así, dentro del caos, hay un inaudito orden, una planificación absoluta. Como en la mente de Karim hasta cierto punto, mientras le es viable), sus deseos y su psicología, son trazados en esos escasos segundos iniciales con eficacia sublime. Lo que sobreviene es impresionante y cuanto menos se sepa, mejor: mayor será el impacto. Porque es necesario que esta película se os arroje encima como el tsunami que es para la cabeza y para el alma. Que el torbellino os meta el frío y el dolor hasta el tuétano y que os arrastre consigo y os destroce el corazón. Tiene que doler, porque si no no aprendemos. No empatizamos con lo que durante demasiados siglos hemos relegado al espacio de la otredad. Porque si no se nos lleva a rastras a ese abismo, aquí, en el terreno de una ficción totalmente realista y concebible, parece que no lo vemos venir en nuestro contexto real, y van escalando posiciones los verdaderos enemigos de la paz.

Esta es una película que va mucho más allá de la denuncia del racismo y el fascismo y la dictadura policial en las barriadas de bloques llamadas popularmente colmenas. Que sí, que lo hace. Pero su discurso va, sobre todo, contra del monopolio de la violencia. A priori, rechaza esa violencia, sí: y para ello nos ilustra las diferentes actitudes ante la vida y la marginación que adoptan diferentes generaciones, mediante las trayectorias de cuatro hermanos. Pero se pronuncia partidaria de abrazar la furia y liberarla cuando ya no se trata solo de hastío, sino de una cuestión de supervivencia, por mucho que redunde en el clásico rezo de la sangre solo trae más sangre. Justifica la rebelión como autoprotección. Una autodefensa legítima. Sobre todo si tenemos en cuenta que las generaciones de jóvenes actuales tienen el mordisqueo continuo en la mente del «No futuro» que predicaban los Sex Pistols. Cuánto menos van a tener si las personas aquí retratadas sufren abuso tras abuso (podríamos sacar a relucir de nuevo el #blacklivesmatter, pero no se habla de la violencia que sufren las personas a las que el imaginario eurocentrista asocia con el terrorismo del fanatismo islámico).

Romain Gavras confiesa que el germen de su idea pudo estar en el videoclip No Church in the Wild de Kanye West.

La cinta quiere, ante todo, ponernos en las pieles de diferentes personas que están relacionadas con la violencia en su rutina. Personas con tanto en común en realidad (los propios sentimientos humanos, los anhelos, el querer descansar en paz con los suyos), pero con la diferencia del camino escogido: el cuerpo militar o policial, en que la violencia es un mandato a obedecer o puede llegar a ser el camino por el que dejarse llevar al sentir el cosquilleo del poder en las venas. Algo, en realidad, compartido con el delincuente que se lucra abasteciendo de herramientas para la agresión o el dominio, y también a costa de lo que causa evasión, adicción y dolor. Un daño más lento. Los primeros, en ocasiones, pueden verse apelados por una ilusoria sensación de heroicidad, pero sin duda este último personaje, el que se beneficia de su vecindario marginal, es retratado como lo más ruin. Por último está el fallecido, la víctima indefensa ante la violencia. Y la víctima que se harta y se rebela contra ese ya mencionado monopolio de la brutalidad. Se lo apropia para su protección y resarcimiento. Y luego están, en el otro bando, los que detonan la violencia entre las sombras. Que la ejercen a hurtadillas, como lo más cobarde. Quienes provocan los conflictos. Pero se guarda una sorpresa. No descuida esa otra violencia, la que bien definía el famoso discurso de Alfred Pennyworth (Michael Caine) en el El caballero oscuro (Christopher Nolan, 2008): «Algunos hombres no están buscando nada lógico, como el dinero. No pueden ser comprados, extorsionados, ni se puede razonar ni negociar con ellos. Algunos hombres solo quieren ver el mundo arder». No deja de ser, a la vez, un compendio de masculinidades tóxicas que llevamos viendo retratado desde las películas sobre guerras grecorromanas y las dinámicas entre ejércitos y civiles. Es violencia antigua aún enquistada. Apenas se detiene la cámara en las mujeres y siempre ocupan el rol de la protección: sean madres sufriendo por su descendencia o valientes niñas que se interponen como escudo entre el arma y los padres. El guion también habla, y mucho, de cuando la testosterona explota, en quién y por qué.

Un thriller de acción apabullante que parte el alma y sublima el dominio del travelling, la composición y el arte.

Y quienes muerden el anzuelo, en realidad, somos toda la sociedad en bloque: la cinta nos transmite que, principalmente la clase obrera, somos marionetas de gente muy manipuladora y dañina que se está infiltrando en los poderes con nuestra total ingenuidad. A veces con la connivencia ignorante del ciudadano. Es de agradecer, en ese sentido, que el guion no pierda el pulso en ningún momento; ya no por lo que respecta a la acción ansiosa y la emoción a raudales, sino en cuanto a una coherencia. Porque en un momento dado, las personas que se sientan sensibilizadas con la crítica hacia ciertas actuaciones policiales, podrían ver trastabillar ese discurso, como si el mensaje, de pronto, pasase a ser un «no, esto… verás: es que hay extremistas en todos los bandos», y entonces se perdería toda la credibilidad de lo previamente construido con tanta solidez. Romain Gavras tiene la decencia de despejar esa sombra de duda, y lo hace zanjando con un claro y contundente dedo acusador hacia la raíz de todo conflicto violento interracial, intercultural o entre clases. Huye de discursos tan manidos como, por ejemplo, el de «las dos Españas», cuando es de dominio público quién dio un golpe de Estado. Decían nuestras abuelas que «dos no discuten si uno no quiere», pero cuando alguien se muere por meter en guerra a colectivos oprimidos, como el que nos ocupa, es una irresponsabilidad meter en el saco de la culpabilidad a quien se está defendiendo. La transformación del personaje de Abdel es magistral, y el detonante de la misma es uno de los puntos fuertes —y más dolorosos— de la obra. Es lamentable que todo eso le tenga que pasar a alguien para abrir los ojos en cuanto a cuál debería ser su posición. Pero lo grave es que estas cosas suceden.

El resultado es de tragedia griega, como ya aventurábamos antes. El recorrido del ojo que mira ya sienta esas pautas, también en la composición, en lo estético: vamos a seguir a unos pocos hombres entre ese avispero de violencia que está por desatarse, va a haber mucha acción trepidante y gente cruzándose, pero entre tanto caos, el cerebro solamente nos da para seguir e intentar comprender a esos pocos personajes que son puestos ante nuestra retina, con mayor claridad entre el omnipresente humo que oculta todo con una neblina blanca, o las llamaradas rojas que se tragan a los personajes. Parece que vivamos el fin del mundo y el resultado es espectacular: tanto en lo fotográfico, que es impagable, como en ese extraño control de la multitud, cada personaje individual y extra con su rol concreto. Los asedios y la disposición de los efectivos policiales aluden claramente a las formaciones de escudos que hemos podido ver en todo el género cinematográfico del péplum. Es una coreografía digna de un Zhang Yimou, con el contraste brutal de parecer cargarse todas esas líneas estructuradísimas del cineasta chino y, sin embargo, a su manera, tiene organizadísimo cada plano. Parece una sucesión animada de cuadros de Delacroix  —ese tipo de composiciones con masas de cuerpos, incluso caballos— vestidas de hoy, y arrojadas a velocidad de vértigo contra el espectador. Otro referente visual que podría acudir a vuestras mentes es el videoclip de la canción Iron, de Woodkid, dirigido por el propio Yoann Lemoine y con cinematografía de Mathieu Plainfosse, pero en una especie de versión a pleno color, orquestándose todo al ritmo de unos coros de guerra atronadores que invaden de emoción cada recoveco, alternando el impacto de los más graves y viriles que llaman a la guerra con los angelicales e infantiles llorando el desastre.

En resumidas cuentas, Atenea disecciona las violencias implicadas en las guerras, las masculinidades tóxicas en ellas, advirtiendo quién es el peligroso provocador de los conflictos y quiénes las minorías vulnerables y estigmatizadas. Hija de El odio (Mathieu Kassovitz, 1995), es un rugido antifascista de adrenalina desbordada, con los escasos silencios sabiamente escogidos para estremecer la médula. Tensión permanente y realismo extremo, gracias a sustituir los efectos especiales por acción verdaderamente física y proyectiles reales, y al compromiso actoral que los capea y se deja piel y huesos, desde protagonistas hasta el último extra. Caos espectacular y doloroso, en un efecto bola de nieve imparable que te hunde el pecho y no lo suelta en días. De culto instantáneo. Todo ello envuelto en un thriller de acción apabullante que parte el alma y sublima el dominio del travelling, la composición y el arte.

Cita del subtítulo: Michael Caine en El caballero oscuro (Christopher Nolan, 2008).

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