Ariaferma
Cuando los roles no son

País: Italia
Año: 2021
Dirección: Leonardo di Costanzo
Guion: Leonardo di Costanzo, Bruno Oliviero, Valia Santella
Título original: Ariaferma
Género: Drama
Productora: Tempesta, Amka Films Productions, RAI Cinema, RSI-Radiotelevisione Svizzera, Office Fédéral de la Culture, Fondazione Sardegna Film Commission, Eurimages, Vision Distribution, Ministero della Cultura, CNC Aide aux cinémas du monde - Institut Français
Fotografía: Luca Bigazzi
Edición: Carlotta Cristiani
Música: Pasquale Scialo
Reparto: Toni Servillo, Silvio Orlando, Fabrizio Ferracane, Salvatore Striano, Roberto De Francesco, Antonio Buil, Giovanni Vastarella, Leonardo Capuano
Duración: 117 minutos

País: Italia
Año: 2021
Dirección: Leonardo di Costanzo
Guion: Leonardo di Costanzo, Bruno Oliviero, Valia Santella
Título original: Ariaferma
Género: Drama
Productora: Tempesta, Amka Films Productions, RAI Cinema, RSI-Radiotelevisione Svizzera, Office Fédéral de la Culture, Fondazione Sardegna Film Commission, Eurimages, Vision Distribution, Ministero della Cultura, CNC Aide aux cinémas du monde - Institut Français
Fotografía: Luca Bigazzi
Edición: Carlotta Cristiani
Música: Pasquale Scialo
Reparto: Toni Servillo, Silvio Orlando, Fabrizio Ferracane, Salvatore Striano, Roberto De Francesco, Antonio Buil, Giovanni Vastarella, Leonardo Capuano
Duración: 117 minutos

Tras cuatro años de parón, Di Costanzo se arriesga con un thriller hecho a fuego lento sin perder la noción de su argumento fílmico. Con cierto toque humanista y dramático, el largometraje indaga en los roles y los estereotipos dentro de las prisiones.

Las prisiones han sido ámbito de estudio para la psicología en muchos ocasiones. El experimento más reconocido fue el que emuló el psicólogo Philip Zimbardo en los almacenes de la Universidad de Stanford, allá por el año 1971. En este, veinticuatro ciudadanos seleccionados a través de un anuncio en el periódico participaron en un juego de roles donde un grupo —conformado por algunos de ellos— eran guardianes, mientras que otros pocos ejercían como prisioneros. Dicho experimento finalizó a la semana de comenzar y es que en tan poco periodo de tiempo, las situaciones abusivas que ejercían los ciudadanos/guardianes sobre los ciudadanos/prisioneros eran desmedidas. Con el Experimento de la prisión de Stanford se concluyó que el ser humano se mueve por atribuciones situacionales y disposicionales. Es decir, las personas que participaron en esta situación actuaban con cierto rol de poder ya que el contexto —la prisión, el uniforme, las figuras de autoridad de los psicólogos—, así como la propia percepción de este rol de poder —cómo se ve el individuo a sí mismo— ponían en marcha la ejecución de todo tipo de actos deleznables. Entonces, ¿qué pasaría si las principales figuras que dan el poder desaparecieran? ¿Y si solo quedara un grupo de doce prisioneros? Estas preguntas transmiten el testigo de un hijo de sicilianos emigrados —como es Zimbardo— a otro italiano: Leonardo di Costanzo.

Como si fuera investigador especializado en ética, el director italiano crea una obra moral que explora los límites del bien y del mal dentro de la figura del hombre. En una prisión a punto de cerrar. Entre muros derruidos y celdas sin un resquicio de luz. Doce hombres —en este caso, también sin piedad— van a cumplir su condena. Por otro lado, y liderados por Gaetano (Toni Servillo), los funcionarios de prisiones tendrán que alargar su estancia en la vieja cárcel. Estos últimos estertores del lugar generarán situaciones excepcionales dentro del ámbito carcelario que llevarán a sus protagonistas a mirar más allá de lo que ven. La cámara sirve como un telescopio —similar al de James Stewart en La ventana indiscreta (Alfred Hitchcock, 1954)— que desnuda los prejuicios y amplia la visión de las primeras impresiones —hasta que no se ven—, para igualar todos los roles a un mismo nivel. En un tira y afloja de sensaciones, de contraplanos y de, a veces, situaciones inverosímiles —hemos de admitir—; el juicio quedará a manos del espectador, situado en el centro de esa imponente arquitectura circular.

En este caso, el departamento de psicología en Stanford se ubica en una prisión derruida en algún lugar de Nápoles; los prisioneros son prisioneros y los guardas son guardas, todos son concordantes a su rol —aunque sean ciudadanos, al fin y al cabo—. Entonces, todo debería confluir en actos deleznables y situaciones abusivas según las conclusiones del experimento. Pero rompiendo con todo lo esperado, esto no ocurre, nadie ejecuta en exceso su rol de poder ni el rol de delicuente se excede a la hipérbole. Es más, el juicio se desfragmenta en todas sus vertientes. El prejuicio, el perjuicio y el injuicio se esfuman dentro de esta microatmósfera y se esculpen nuevas formas en el guion de Ariaferma. Quizá lo más interesante de su filme sea la idealización absoluta de lo poco visto o lo poco acudido. Es decir, en la narrativa se intentan evadir clichés o prototipos pobres de ideas metidas con calzador, buscándose el contacto en vez de la confrontación. Como hemos mencionado antes, las primeras impresiones se amplifican tanto que solo se ve una pequeña parte de un cómputo mayor y es relevante para el que escribe —pero también ve— el camino que transcurre desde paradero de la sentencia firme hasta las formas inauditas de empatía. Los motivos por los que un guarda debería ejercer su función abusiva y un prisionero debería ejecutar su función delictiva se ocultan tras recursos que humanizan a quienes en multitud de ocasiones despersonificamos. Y es así, en un lugar vacío y carente de estímulos —que sirve a «módulo» de tábula rasa creativa— donde Di Costanzo dibuja su lienzo. En el que personajes exiliados desarrollan su propia personalidad y esgrimen la veracidad de sus «yos» hasta la médula.

Una obra que somete hasta el tuétano la moralidad y lleva hacia los límites de la irrealidad todo lo que significan las diferencias.

Apartados completamente de la sociedad. En una sucesión de escenarios repetitivos que en lugar de desorientar, despersonalizar y desindividualizar —que es lo óptimo de estos entornos—, producen el efecto rebote del que Zimbardo no estaría orgulloso —y también tenemos que darle su razón—. Pues en este antónimo es donde la ficción sí cumple su rol de ficción y de la verosimilitud de lo inaudito nacen escenas inconcebibles, o que parecen ser irreales. De repente, un funcionario de prisiones confía al cien por cien en delegar funciones a un prisionero. Los conflictos —que al final queramos o no, son necesarios a la hora de contar historias— se deshacen de la nada y de la misma nada aparecen cuando la situación lo requiere. Parece que en vez de estar en un centro penitenciario, asistimos al nacimiento de una camaradería para la eternidad, de algo que surge sin más tensión de la que puede surgir en la discusión con un amigo… Y también debemos entender que esto no se va a dar así nunca o, como en esta situación, en casos muy excepcionales. Pero bueno, igual de excepcional era el caso de la prisión de Stanford y, al igual que a este, vamos a permitirle a Ariaferma el beneficio de la duda, o al menos el pecado de la ficción.

Y es que en el pecado de la ficción percibimos todos esos ingredientes que a veces se necesitan para creer que vivimos en un mundo mejor. Un lugar donde la igualdad sea plena o próxima a la idea utópica de ella. Aunque fuera de lo utópico se encuentra lo tópico, y es cierto que de los tópicos nacen las ideas que parecen más lejanas. En ejemplo, uno de los recursos que siempre se ha usado en la escritura es el del tópico literario. Carpe DiemTempus Fugit y sucedáneos han estructurado la esperanza del hombre hasta el lugar más recóndito, como fuerza y lucha encarnizada a la vida —que se vive—. Pero también hay tópicos que recurren a la muerte y —al que queremos aludir por encima de todos— es el ubi sunt el principal estandarte de ellos. Traducido como «¿Dónde están?», este tópico describe a la vida como un mero proceso que se encamina al poder igualatorio de la muerte. Un poder que se ejecuta como si de un guardian de Stanford hablásemos: implacable y certero. Pero, ¿y si se diera el caso de que existe un concepto de ubi sunt más próximo a nosotros, que el de la muerte en sí misma? Es entonces que Di Costanzo estructura un réquiem a ello mismo: al poder igualatorio de la vida. El tiempo como recurso principal de los que viven, que en algún momento terminarán siendo iguales por el destino que une a las cosas. En su sentido más ontológico, Ariaferma es una obra que somete hasta el tuétano la moralidad y lleva hacia los límites de la irrealidad todo lo que significan las diferencias. En su sentido psicológico, Di Costanzo creería que, en última instancia, la personalidad se podría desligar del rol y —a pesar de lo que puedan decir expertos como Milgram o Zimbardo— el hombre podría confiar en el hombre. Como último recurso de que las cosas puede ser un poco mejor.

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