Durante el visionado de Argentina, 1985, lo último de Santiago Mitre, una sola idea me asaltaba: esto es como si El juicio de los 7 de Chicago (2020) fuera buena. Como si Aaron Sorkin hubiera atendido a lo cinematográfico y no a convertirse en una máquina de vender humo más llena de clichés y lugares comunes que de verdadero cine. Y es que Mitre sabe obtener momentos de gran comicidad —la mayoría obra de esa bestia que es Ricardo Darín— sin penalizar en absoluto el drama de la dictadura y del juicio a los nueve altos mandos. Lo mejor de Argentina, 1985 es que sabe ubicarse en su lugar, y se desarrolla a un ritmo muy agradable pese a que se va hasta pasadas las dos horas de duración. Mitre maneja su material con mucha inteligencia, sabiendo que un drama judicial, si no es narrado con habilidad, se puede convertir con facilidad en un tormento. Pero nada más lejos de la realidad: los destellos cómicos, el uso del lenguaje, el carisma abrasador de sus personajes, e incluso la facilidad con la que encuentra el ángulo concreto para explorar una época muy oscura y de mucha demanda popular de acción social como fue aquella están perfectamente medidos con el propósito de resultar en una acción directa y llena de grandes momentos, ya sea tanto de pura expansión como de drama humano profundo.
Una película de poderosa puesta en escena, comicidad indomable, interpretaciones inmensas y factura general perfecta.
Sus reivindicaciones encogen el corazón, sobre todo cuando le da voz a los testigos de los crímenes atroces que se cometieron durante la dictadura militar argentina. Pero su mayor virtud reside en el modo en que es capaz de ofrecer una obra de narrativa excelsa que no abandona en ningún momento su rigor ni su compromiso con la realidad: ver a Ricardo Darín encarnar al célebre Julio Strassera es una delicia que solamente podemos agradecer y disfrutar, ya que su intensidad dramática está íntimamente relacionada con su potencial cómico, entregando una distensión por cada enorme tensión, componiendo un equilibrio casi perfecto en el que no falta ni sobra nada a la hora de, por un lado, establecer un retrato preciso acerca de la memoria y la transición —algo, por otro lado, a lo que en España no somos en absoluto ajenos y con lo que podemos empatizar perfectamente— y por el otro aflojar la cuerda en beneficio de un cómputo global narrativo que lo tiene todo para nunca aburrir y siempre encontrar una línea de diálogo o un tiro de cámara con la capacidad de quedarse siempre en el momento temperamental más balanceado. Santiago Mitre, y separándose lo suficiente del drama judicial como para atraer a todos aquellos que sienten angustia al pensar en enfrentarse a dos horas y diez de juzgados y abogados, pero lo bastante cerca como para que nunca se llegue a perder la ilusión de asistir a un pedazo de historia de absoluta vigencia y relevancia, ha conseguido hibridar bajo el mismo techo fílmico una película de poderosa puesta en escena, comicidad indomable, interpretaciones inmensas y factura general perfecta. Supongo que la temática podría expulsar a aquellos más alejados de su propuesta, pero creo que escuchar a Darín referirse a un tipo con el calificativo de «recontrafacho» merece cada segundo.