La mente de un niño siempre ha descrito viajes inigualables en la historia del cine. Es imposible no recordar con cariño aquella aventura que Bastian encontró en el desván de su escuela en La historia interminable (Wolfgang Petersen, 1984), donde él mismo se hacía como el mesías y único salvador del Reino de Fantasía. O de aquel cuento narrado por su abuelo, a un nieto enfermo que ese día no acudió a la escuela: La princesa prometida (Rob Reiner, 1987). Historias de caballeros, de unicornios, de casas volantes y hombres de hojalata que buscan un corazón con el que volver a sentir. Y entre esos mundos de fantasía, que parecen quedar tan alejados de la realidad, es cierto que algunas veces los sueños pueden ir más acá de las estrellas —ya nos disculpamos por el juego de palabras—, y están tan cerca que ocupan nuestro mismo sistema solar, a un par de manzanas en Houston y en la primera cadena del televisor. Es decir, las fantasías también pueden estar programadas por la NASA, por los medios catódicos, o por el cine; y aludiendo a la redundancia, hablando del cine sobre el cine, Richard Linklater construye su nueva película, donde la realidad de su infancia choca con la ficción proyectada en la mente de su «yo» de nueve años. Un niño tejano, que al igual que otros muchos niños tejanos, vivió el proceso de la carrera espacial a escasos metros de su vecindario.
Y es que la historia de Richard está protagonizada por Stan (Milo Coy) un estudiante ejemplar de Texas que pasa las horas muertas entre el castigo de sus profesores y el softball. Un día, dos agentes de la NASA acuden al centro para hablar con él, y es que al tener un expediente ejemplar y poseer las proporciones físicas exactas para un prototipo de nave es encomendado con una misión: el Apolo 10½. En paralelo al lanzamiento de Armstrong y compañía, ciertos mecanismos deben ser corroborados por la agencia de inteligencia espacial y la nave Apolo 10½ es el prototipo de apoyo para que la misión del Apolo 11 se lleve a cabo sin alteraciones. Por tanto, antes de que la humanidad vea el hecho histórico que supuso el 20 de julio de 1969, cuatro días antes, el primer niño astronauta va a pisar la Luna. Todo queda narrado bajo la voz de Jack Black, quien interpreta al Stan adulto, el cual recuerda aquella época siendo hijo de un mensajero de la NASA, acompañado de seis hermanos y una madre salvavidas.
Bajo una animación que se sustenta del método rotoscópico, donde las imágenes reales filmadas por Linklater pasan posteriormente al proceso de la animación, encontramos aquí una forma anteriormente vista en otros proyectos como A Scanner Darkly (Una mirada a la oscuridad) (Richard Linklater, 2006) o Waking Life (Richard Linklater, 2001), en los que este proceso de conversión ha estado a cargo, siempre, bajo el nombre del animador Tommy Pallotta. Una labor que ha contado con otras caras visibles en la película, que se intuyen bajo la capa de color o tonalidad irreal, donde destacan los nombres de intérpretes bastante conocidos como Glenn Powell o Zachary Levi, así como de otros actores con menos experiencia como Jessica Brynn Cohen o Josh Wiggins. Pero todos ellos aunados por algo en común, y es que uno de los grandes aciertos de Linklater y su equipo a la hora de realizar el casting es que tomaron a intérpretes con nociones de doblaje. Ya sea el caso del veterano Jack Black o del novato protagonista Milo Coy, el caso es que el trabajo en la dicción y la voz se nota y ante esto, la profesionalidad es rotunda.
Un viaje en dirección recta y sin gravedad hacia las estrellas, un retorno puntual hacia la nostalgia.
En cuanto a describir el trabajo en guion de Apolo 10½: Una infancia espacial, a cargo del mismo Linklater, podemos apreciar en sus líneas una total versatilidad narrativa que se mueve entre la realidad absoluta y perenne de su primigenia biografía y la fantasía imaginativa de —como bien decíamos antes— su «yo» de niño. Una realidad que se transcribe en aquellas inseguridades de un infante respecto a sus figuras paternas, así como las dudas inocentes que nacen en una época tan turbulenta como lo fue la década de los sesenta —Vietnam, la crisis del petróleo—, chocando con su parte más soñadora y punto álgido de la obra. Y es que en la propia película se menciona: «todos sabemos cómo funciona la memoria», y al igual que puede ser selectiva, puede partir de realidades que nunca se vivieron (o que sí). En este caso, Linklater no se atreve a discernir entre realidad y deseo, solo circunscribe una fantasía impulsada por la nostalgia de una generación que soñaba con volar hacia las estrellas y que terminó por chocarse con un techo.
Sí es cierto que para dicha ensoñación, uno de los principales móviles en la película son las propias películas: cómo a través del cine un niño puede creer y vivir en multitud de realidades. Los tres ejes centrales que demuestran un poco la inventiva de Linklater a la hora de abordar esta temática nacen de 2001: una odisea del espacio (Stanley Kubrick, 1968), Cuenta atrás (Robert Altman, William Conrad, 1968) —películas que Stan ve junto a sus hermanos en el cine—, y Con destino a la luna (Irving Pichel, 1950), largometraje que comparten en la sala de estar. Así como también series como El túnel del tiempo (Irwin Allen, 1966-1967) o La dimensión desconocida (Rod Serling, 1959-1964). Multitud de referencias al sci-fi que acuden a un niño tejano nacido en la Houston de los sesenta, quien quiso viajar a la luna (y lo consiguió) y que terminó por ser uno de los cineastas más influyentes en Estados Unidos. Una obra que, sin duda, es el símbolo de muchos otros que compartieron esa misma necesidad de salir de órbita y ver cosas que nunca nadie jamás podría haber visto. En conclusión, podríamos decir que Apolo 10½: Una infancia espacial es un viaje en dirección recta y sin gravedad hacia las estrellas, pero también un retorno puntual hacia la nostalgia, hacia películas y series grabadas en el colectivo mental, hacia el valor de la familia y, sobre todo, hacia una carrera espacial que marcó las esperanzas de muchos que aún siguen soñando con atravesar los astros.