En Sitges 2019 se presentó en España esta apuesta por un terror tragicómico basado en un presupuesto modesto, confiando en el poder de un buen guion a tres manos: las de Óscar Martín, David Pareja y Javier Botet. Sumado a otros recursos que ahora desgranaremos, como, por ejemplo, la conexión química y cómica tan fluida entre los dos intérpretes, que mantienen de manera mucho más sutil en esta terrible y dramática historia de terror psicológico. Es indudable que el partido que Botet sabe sacarle a sus particularidades físicas aporta un nivel extra de naturalismo tenebroso a la narrativa. Y en el caso que nos ocupa, lo que él sabe contar con su cuerpo alcanza resultados especialmente dolorosos para el ojo y el alma de quien se enfrenta a esta película. Y es que, por muchas razones, esta obra ha sido casi premonitoria. Se vuelve ahora, más que nunca, de una cercanía inevitable.
La enfermedad acecha a la vida constantemente, pero nuestras generaciones nunca la habían vivido de manera tan omnipresente como ahora. Y la sensibilización, los miedos y la sacudida emocional que detona esta obra, no nacen solamente del retrato del deterioro físico, de la dependencia que acarrea o del pavor a tal pérdida de poder sobre el propio ser. Para mayor asfixia, ese anclaje a una cama se ve magnificado y franqueado, además, por dos durísimos enemigos añadidos: el aislamiento total y el agrietamiento de la salud mental, acelerado por la presión de los cuidados, las rencillas no resueltas y la convivencia forzada. Una lucha constante entre el corazón y las ansias de libertad, los roles de poderes entre quien cuida y quien depende, en constante mutación. Pero también entre quienes sienten que tienen deudas que zanjar. Extenuante.
Ya antes de la pandemia, esta pieza llamaba a la concienciación social. Ahora está más extendido cierto trauma sobre lo que son las convivencias forzosas o las sensaciones de abandono por un confinamiento que nos aísla socialmente. El filme se ubica a principios de los años 80, por ejemplo, cuando, para más inri, las únicas distracciones tecnológicas eran una radio —no carente de encanto, por otra parte— y un televisor que solamente sintonizaba TVE. Ni internet ni más conexión con el exterior que un teléfono fijo. Lo que llama a no olvidar que estos dramas ya sucedían —y suceden aún— en tantos hogares, mucho antes del coronavirus. Que sigue habiendo barrios y municipios que se quedan tirados si nieva de más. Y por razones muy distintas y no aún suficientemente discutidas de manera abierta, como son la precariedad y la imposibilidad de conciliación de cuidados y empleo. Lo indispensable que es un buen acceso a la medicación de psiquiatría. Combo que convierte en ratonera un espacio ya de por sí claustrofóbico e inabarcable para el cuerpo casi inmóvil. Esas vivencias cotidianas de muchas personas tienen lugar aún en países supuestamente desarrollados como el nuestro y serán los detonantes de este thriller.
Los créditos de apertura desfilan mientras vemos todo el minutaje, todo lo aparatoso que es sacar al altísimo impedido de un pequeño coche y trasladarlo y asegurarlo en su silla de ruedas. Con el mismo detenimiento, los paisajes campestres se explayan ante la cámara, sugiriendo inicialmente la monotonía que augura el verse postrado en una cama y el comprometerse con los cuidados de esa persona, respectivamente. La ausencia de sonidos más allá del cuchareo rutinario y los televisores que, paulatinamente, irán queriendo amortiguar el silencio del tedio, contribuyen a esa sensación de condena a la quietud.
Además de actuar como mensajero premonitorio y ser parte de la contextualización temporal, el televisor es un emisor de homenajes permanentes a Paul Naschy y a un Chicho Ibáñez Serrador del que esta película bebe mucho: si bien es cierto que la trama guarda similitudes con Misery (Rob Reiner, 1990), en realidad el tono es muy heredero de las Historias para no dormir y su fuente fetiche, Poe. Amigo crea una atmósfera digna del arranque de El corazón delator (Edgar Allan Poe, 1843). A lo que contribuye ese casi absoluto silencio, fondo ideal para que el tintineo de una campanilla odiosa desquicie a cualquiera, logrando un efecto Pavlov sin trazas de saliva. Es todo tan decadente que nos puede transportar tanto a la España negra de Cela como a la urbe corrupta en que se ambientara La madre muerta (Juanma Bajo Ulloa, 1993), también con esa ocasional sorna y esa misma pasión por las vírgenes de escayola.
La trama es macabra, extremadamente dramática, pero se atreve con pinceladas valientemente cómicas, indisociables del dúo Botet–Pareja.
Es de la escuela de Chicho y Hitchcock en el gusto por alargar secuencias ininterrumpidas de sufrimiento, de tensión, en planos aberrantes en que Botet amenaza con darse de bruces contra el espectador. Pero incorpora técnicas tan eficientes y contemporáneas como los videos saturados de ruido fotográfico que pueden recordarnos a The Ring (El círculo) (Hideo Nakata, 1998). Cuando la historia da el vuelco, lo hace de la mano del paisaje. Las alteraciones del clima, irán de la mano con las de la psique, pero serán también el impedimento material —logístico— para mantener la cordura. Y esta se marcha totalmente orquestada, abrazando desde músicas angelicales hasta los ya imprescindibles violines del terror o los desconcertantes chascarrillos inoportunos del televisor, que tornan todo grotesco.
La trama es macabra, extremadamente dramática, pero se atreve con pinceladas valientemente cómicas, indisociables del dúo Botet–Pareja. Llegan con frescor en momentos puntuales e inesperados, de especial tensión nerviosa, muy bien administrados para que no desconectemos del temor de quien se ve desamparado ni del dolor de quien no logra redimir la culpa. Ni del deterioro de ambos, excelentemente transmitido gracias a su naturalidad interpretativa, que se traslada con la misma eficacia a lo trágico (por mucho que aquí no se abandone la tragicomedia).
La desnudez masculina, en este filme, no solamente está de sobra justificada: es un recurso imprescindible para mostrar el contraste entre el cuerpo lozano y el que está sufriendo, sin duda. Fotográficamente, la incidencia de luz es crucial: los haces se tornan más cálidos cuando el desnudo es tratado con mimo e intención de cuidar. Tanto más fríos y sombríos, cuando lo que se pretende ilustrar es la casi petrificación de los miembros que anclan a esa persona a sus terribles vivencias. En todos los casos, el resultado es de una esculturalidad y vigorosidad contenida digna de la escuela de Rodas. Y hay un fotograma en concreto en que Pareja carga con Botet encarnando La pietà de Miguel Ángel en vida. En lo pictórico, podríamos hablar de ocasionales lecciones de anatomías alternativas de la mano de un Rembrandt, con paletas de color similares a esa, pero impregnadas también de la energía y tensión tendinal de un Caravaggio.
También vemos una desnudez que deja expuesto a quien está saliendo dañado en el pulso entre dependiente y cuidador, alternándose en el rol de monstruo del otro, entre el amor y el odio. Es una extensión de la pérdida de la intimidad. De la invasión del propio cuerpo, que está siendo manipulado, en principio, de quien pretende cuidarlo. ¿Pero y si no estuvieras de acuerdo? Entonces ya los acercamientos al cuerpo tienen mucha chicha: llaman a una necesaria comunicación cristalina en cuanto a qué deseamos para nuestro cuerpo y qué no. A no tomarnos derechos sobre el cuerpo del otro ni pensando que le ayudamos. Señala cómo un hombre puede dar por sentadas ciertas necesidades fisiológicas en otra persona y estar cometiendo un tremendo error, además de confesar lo rota que está la comunicación sobre lo íntimo (emocional y sexual) en muchas relaciones de amistad entre hombres heterosexuales. La gran baza de Botet, decíamos, es su habilidad para explotar un cuerpo natural que resulta, ya de por si, único y muy narrativo, con un gran potencial conmovedor. Y transmite una agonía absoluta desde cuando abandona sus miembros a la laxitud, a la total falta de control sobre ellos… hasta cuando lucha por revitalizarlos, pero su cuerpo se lo pone difícil, tornándose un lastre. Y en su batalla nos prende, nos tensa, no perdemos la esperanza, y nos hace contener el aliento, sintiendo su frustración y sufrimiento como propios. Algo imprescindible para trabajarnos la empatía.