Hay películas capaces de tocar determinadas teclas que conectan a niveles inesperados con su público. El británico Aleem Khan, debutante en el largometraje con esta After Love (2020) ha sido capaz de construir con muy poco un relato de duelo, de diversidad y sacrificio cultural, de amor filial e incluso de muerte y vida. El relato nos pone en la piel de Mary —impresionante Joanna Scanlan—, una recién enviudada mujer de mediana edad que descubre tras el exitus letalis de su esposo que este llevaba una doble vida: al sur de Inglaterra, en Dover, vivía con ella; al norte de Francia, en Calais, con su amante y su hijo. La simple premisa sirve para colocar al espectador en la situación de la exploración cultural desde el punto de vista de Mary —conversa al Islam al casarse con el ahora difunto Ahmed—, y resolver poco a poco una disyuntiva de tipo moral y, por supuesto, emocional. Con un estilo directivo que se basta con pocas palabras para representar mundos enteros, el cineasta juega con la ambigüedad en todo momento, y al desnivelar la balanza al desproveer a la protagonista del conocimiento previo de Genevieve —así se llama la amante— consigue que, por otro lado, todo vuelva a una especie de equilibrio estructural al obligarnos a considerarla como la que, en el momento actual, tiene toda la información. Esta reformulación de lo que significa ser «la otra» que sitúa la empatía fílmica en un columpio que viene y va está en constante tela de juicio, y genera situaciones de gran potencial dramático que, sin ser particularmente calamitosas, sí convierten al espectador en un observador externo capaz de elegir sus simpatías sin demasiada tendencia impuesta. Nota clave es, además, que evita colocar a Genevieve como «la mala», enriqueciendo el drama humano en detrimento de la controversia fácil.
Pero si debemos hacer foco en algo, al margen de todas las lecturas que se extraen de tipo marital y de género, que explicita una desigualdad entre el que sale del hogar y la que se queda viviendo a través de los ojos de otro, es en la magnífica y preciosa exploración del choque cultural como elemento que une y a la vez separa. Las líneas de diálogo y las escenas en las que hay una desigualdad velada que en ningún momento se vuelve agresiva o patente están ahí para esquivar un discurso obvio que arruine las sensaciones que emana la película en su conjunto, pero tienen la suficiente entidad como para huir del temido cripticismo: Mary mirando en el espejo su cuerpo no-normativo al descubrir que Genevieve es una mujer canónicamente atractiva que le genera un sentimiento de inferioridad terrible e injusto, el intercambio de idioma inglés-francés que representa a dos culturas y a dos bandos que están condenados a entenderse solo a medias —qué maravilla esa escena a tres facciones y dos lenguas en la mesa presidida por el saag— y que tiene más de simbólico que de literal, la búsqueda de la propia identidad al introducir la homosexualidad en el relato dentro de un personaje que no queda definido por ella y se aparta, de este modo, del tokenismo tristemente habitual. Aleem Khan demuestra, también, un gusto exquisito al afrontar la maternidad mientras no subestima al espectador y le hace partícipe con unas imágenes bellísimas de lo que significa ser madre sin reservas ni prejuicios, pero sin negarles unos sentimientos y una identidad que, debería ser obvio señalarlo, no se pierde en el momento de dar a luz, sino que se reinterpreta.
Un filme sutil y lleno de verdad que recorre la realidad a la velocidad a la que se cuecen las grandes historias.
El uso de los espacios tiene a su vez una importancia capital: el desorden de la casa de Genevieve, la pulcritud de Mary, la coreografía de personajes que bailan por el encuadre y componen con sus cuerpos un juego de sombras en el que alguien siempre observa y, al mismo tiempo, es observado, resulta ser uno de los recursos que más información aportan al conflicto. El núcleo de la película de Khan es al final la aceptación de la verdad de manera incondicional, y en ello tiene mucho que ver esta danza de interiores que construye una fantástica equidistancia moral entre los dos personajes principales. Tomando como elemento de unión, como vehículo entre las dos mujeres, las dos culturas, los dos idiomas, los dos mundos, los escasos treinta y cuatro quilómetros —los que hay entre Dover y Calais— que separan una vida entera de dualidad y medias verdades, After Love nos recuerda que la delicadeza en el discurso es, probablemente, la mayor de las virtudes cinematográficas. El drama de Mary y sus circunstancias construye desde abajo un filme sutil y lleno de verdad, que sin necesitar el más mínimo artificio recorre la realidad siempre a medio gas, porque esa es, exactamente, la velocidad a la que se cuecen las grandes historias.