Aún a pesar de parecer viejunos y teniendo en cuenta lo que debemos a nuestros ya ancestros no tenemos por más que recordar a esta tremenda actriz que hizo de todo en escena y en cine, ciñéndonos a su trabajo para el celuloide, a veces más alimenticio que otras, desde los setenta a principios del nuevo milenio. Podríamos haber empezado antes o terminado después, ya que su carrera así lo podría permitir. De hecho, esta vallisoletana universal a la que muchos y muchas conocieron en Las chicas de la Cruz Roja, película de 1958 dirigida por Rafael J. Salvia, y que llevó siempre a gala a su ciudad ya fuera en la SEMINCI o en el teatro Calderón antes y después de irse a Madrid, era una artista total como actriz, bailarina y cantante, que como en el argumento de alguna de sus películas, no tuvo precisamente suerte con los hombres de su vida, pero eso es arena de otro costal.
Antes de meternos en harina, debemos insistir en que elegimos estas ocho películas por ser del medio cinematográfico, ya que seguramente su papel estrella fue en la televisiva Teresa de Jesús dirigida por Josefina Molina, serie que quiso convertir con menos éxito en cine y con guion y dirección de Ray Loriga, Paz Vega en 2007.
Pim, pam, pum… ¡Fuego! (Pedro Olea, 1975)
Segunda parte de la clásica trilogía de Madrid de Pedro Olea sobre la posguerra (años 40-50) civil en Madrid, que culminaría, tras Tormento (adaptación de la obra homónima de Pérez Galdós) y La Corea (primer papel en el cine de Imanol Arias) en una cuarta, Un hombre llamado Flor de Otoño, que obtuvo gran cantidad de galardones a finales de los setenta, gracias a la caracterización conseguida sobre el actor José Sacristán. La película que nos ocupa conserva a pesar de la negrura existencial que narra y fotografía, bastante encanto. Además, los números de revista a los que se presta Concha Velasco son muy críticos con el destape que iba a suceder también en el cine y en televisión. Todo empieza cuando en un tren a Atocha, Paca y Luis se conocen, compartiendo algo de pan blanco, así como algún momento más de intimidad en el excusado ferroviario. El caso es que ya una vez en Madrid, Luis (José María Flotats) reaparece en la vida de la cabaretera ya mentada, pobre de solemnidad, que malvive junto a su padre enfermo realquilada en una habitación con baño comunal. El filme producido por José Frade guarda además el impacto de las historias del estraperlo, y es en este sentido en el que Julio (Fernando Fernán Gómez) consigue hacerse valer como antipático villano ante la mentada pareja.
El guion de Rafael Azcona, aunque con puntos de giro reconocibles y visibles de primeras, es efectivo y efectista como no podía ser de otra forma, de hecho, no es casual que, en la música utilizada, la copla española, y en concreto la canción No te mires en el río, a la que acompañan Tatuaje de Concha Piquer y muchas otras que nuestros padres y abuelos escuchaban en las gramolas o radios de galena, se vean matizados cambios también sustanciales en el argumento. Como decíamos la fotografía entre gris y tenebrosa de Fernando Arribas (autor del look de películas valleinclanescas como Tirano Banderas o Divinas palabras), si bien a veces algo desdibujada por la oscuridad de lo nocturno, deja ver el buen hacer en el rodaje tanto de él como de Olea. La coordinación musical de clásicos y propia de Carmelo A. Bernaola va en lógica consonancia con el montaje sencillo de José Antonio Rojo. Los trabajos de Carmen Cano-Caballero (vestuario), María Carmen Clavel (maquillaje) o el departamento de arte dirigido por Manuel Rincón, saben reflejar con un rímel corrido, un vestido ceñido o la ayuda de un escenario de canción popular o revista que incluye a su censor, toda una gama de matices sobre Paca y su compañía, tanto negativa como positiva para ella misma en la ficción.
La colmena (Mario Camus, 1982)
Con ella, Mario Camus basándose en la obra de Camilo José Cela, abandonaría el proyecto de guionización de El pájaro de la felicidad, película que rodaría más adelante Pilar Miró, para retomarla más adelante. Se trata de un filme de personaje colectivo gracias a su coralidad, que no es otro que el Madrid de la primera posguerra civil; la novela no se pudo editar en España hasta el 1955, a pesar de que fue escrita mucho antes, debido a sus problemas con la censura. El mismo Camus asegura que la proeza comenzada en su preproducción en 1981 no hubiera sido posible sin José Luis Dibildos, productor que también metió mano en el guion.
Se dice que en toda historia narrada para el cine debe existir al menos funcionalmente un solo protagónico y aquí jugando a que se trata de un caleidoscopio de perdedores, ese no podía ser otro que Martín Marco López, un abogado con ínfulas de poeta y escritor, que pasa hambre y calamidades, y se lleva solo medio bien con su hermana Filo (Fiorella Faltoyano) A pesar de un affaire que de joven tuvo con Nati Robles (Charo López) Martín encuentra acomodo en una casa de meretrices que tiene habitaciones libres y donde intimará con Purita, prostituta interpretada magistralmente por nuestra protagonista Concha Velasco, y que es la única a la que le gusta leer versos y cuentos mientras espera a ser elegida por cualquiera de sus clientes; es así como prefiere esta actividad, antes que la canción folclórica o la partidita de parchís. Esta pareja, que probaría aquí sus primeros conatos de química actoral, en otras películas posteriores más decisivos, es la más evolucionada de toda la historia, y a la que mayor protagonismo se da, a pesar de que ambos actores aparezcan en las últimas posiciones en ese listado que se impuso por orden de aparición. Camus consigue así una película llena de actores teatrales y de cine de primer nivel (Victoria Abril, José Sazatornil, José Bódalo, Paco Rabal, Ana Belén o López Vázquez son solo otros cuantos más) y episódicos (Luis Cigés, Imanol Arias o Marta Fernández Muro también entre otros tantos) que le valió el Oso de Oro de Berlín en 1983, así como los elogios del presidente que le dio tal premio, nada menos que Joseph L. Manckiewicz.
La partitura de Antón García Abril resulta aún hoy hermosa para poblar tanto los momentos más dramáticos como las transiciones entre las principales secuencias. Los decorados construidos por Ramiro Gómez, intentando emular el antiguo café Delicia matritense, sito en la Glorieta de Bilbao, como escenario principal, o el vestuario de León Revuelta, discreto y a la vez nada engañoso a la hora de definir la pobreza o riqueza apática de tantos otros, aportan un valor al conjunto reconocible en nuestro ADN. La fotografía de Hans Burmann (Abre los ojos, Tesis) solo desentona algo cuando utiliza imágenes de archivo del centro de la ciudad, más apagadas que las de mera nocturnidad y alevosía, que son las más, y donde vemos desde agentes dispuestos a detener a los más desharrapados, hasta una detención por homosexualidad a un fotógrafo cuya madre se suicida.
La hora bruja (Jaime de Armiñán, 1985)
Realizada por el también escritor y dramaturgo Jaime de Armiñán, lo que empieza siendo un cuento tenebroso sobre el fracaso de un aprendiz de mago doblador de películas ya talludito que las proyecta en tela o pared por distintos pueblos de Galicia (Francisco Rabal, César), y que se lleva solo regular con su partenaire en según qué diabólicos juegos por estar casado con su hermana, aquí doña Concha (Pilar Esmeralda) —luce una esbelta e insobornable figura tan parecida a la Cleopatra que dobla cuando deja de sincronizarse el sonido de la película original— que se acaba convirtiendo en un homenaje a los mejores poetas españoles de todos los tiempos. Si bien, la aparición de Saga (Victoria Abril), una especie de meiga de corazón caliente y desatado cambia cuando esta decide declararle su condición de amor abierto y sin complejos a ambos, no dejara por ello y para mostrar mayor ambigüedad dramática, de abandonarlos por la extrema crueldad de ambos justificada por sus vidas pasadas y presentes. El guion está escrito en colaboración entre el realizador y Ramón de Diego, responsable en gran parte de la serie Manos a la obra.
El hecho de ser una road movie de lo más rural no la llega a emparentar del todo con El viaje a ninguna parte ni quita para que conserve solo cierto encanto. El hecho de que además el busto conservado en Águilas de Rabal haya sido denostado más por extraños que por propios, puede hacer que a algunos no guste siquiera ni en lo que debiera. Igualmente, La hora bruja es una cinta muy libre en sus tres protagónicos y la presencia de Sancho Gracia o Juan Echanove, que se deslindan sobre todo el primero bastante del argumento codificándolo aún más, no es lo mejor de la historia por más tintes negros o góticos que se quisiera dar a César, más un pobre hombre la mayor parte del tiempo. El cameo de Asunción Balaguer en el personaje episódico de monja es sin embargo y así le resulta a quien suscribe, delicioso. Es Rabal, por tanto, sin duda, quien aquí peor resiste el paso del tiempo.
Historia pues de triángulos amorosos no tan oscuros que, si de algo peca es quizá de falta de originalidad, si bien por aquellos tiempos oír recitar a Rabal a Cervantes, Bécquer, Rosalía de Castro o Rubén Darío, era para muchos algo más que una liturgia. Probablemente que la veamos con estos ojos es debido también a películas como Las brujas de Zugarramurdi, que convirtieron el tipo de género en que se inscribe el filme en algo que, si no tenía ese romanticismo fatalista que se ríe de todo y de todos con mucho más efectismo y negrura, ello hacía que no lograra los mismos resultados en taquilla, quedando todo algo desenfocado a pesar del gran trabajo actoral de ellas. La fotografía de Teo Escamilla (Montoyas y Tarantos) sabe muy bien aprovechar la luz del sol cuando este sale, y los colores utilizados en el vestuario de Carmen Escobar y Marina Rodríguez, así como la dirección de arte de Antonio Cortés, la mantienen finamente en el tiempo.
Esquilache (Josefina Molina, 1989)
El 15 de abril de 1766, domingo de Ramos, cuando el marqués Leopoldo Esquilache (Fernán Gómez), un ministro siciliano del monarca español Carlos III, llega a su palacio en la madrileña Casa de las Siete Chimeneas, se la encuentra totalmente destrozada, víctima de la ira y el odio popular a su persona y a la de su mujer Pastora, una Concha Velasco que aquí parece sacada de la obra principal de Choderlos de Laclos, intrigante pero castiza, villana y aún algo conciliadora ante la ambición decadente de Leopoldo. Lo que le hace salir de allí es ver igualmente maltrecha a su criada Fernanda (Ángela Molina) a quien su primer y lacayuno sirviente Campos no hace ni caso, ya que pretende llevar a su amo al Palacio Real; el recorrido en carromato de una parte a otra del Madrid anterior a Sabatini, la construcción de la Puerta de Alcalá, la Cibeles o Neptuno, le servirá a Esquilache para hacerse un recorrido mental por el que se ve como se ve; desde la corrupción de Pastora (cuyo «Guárdate de mí» es más que significativo, al entregarle el broche que el mismo le regaló y que tapa su escote) pasando por el conocimiento de una verdad de la que él mismo parece no enterarse —el odio muchas veces es gratuito, sobre todo cuando ocurre en masa— y que viene dada por su condición aristocrática dentro de un gobierno que se pretendía ilustrado, capaz de facilitar el orden, el trabajo y la necesidad de vestir bien, y que no fue más que una fantochada grotesca al menos por su parte, la de un ministro que se nos pinta como pasivo, discursivo y mediocre, que a lo más que llega es a esas bienintencionadas reuniones en las Sociedades de Amigos del País, y que le valdrá la enemistad y rivalidad del Rey que lo apoyaba, el marqués de la Ensenada —gracias a quién conoce al mentado Sabatini—, y hasta a su criado asignado a quién niega más de un favor (maravilloso y contenido Alberto Closas).
El relato es una adaptación de la obra de teatro de Antonio Buero Vallejo, Un soñador para un pueblo, y en el guion intervino tanto la excepcional directora de actores y actrices Josefina Molina —que seguiría sorprendiéndonos con la miniserie convertida en película para televisión, Función de noche, sobre el matrimonio de Lola Herrera y Daniel Dicenta—, Joaquín Oristrell y José Samano. Como ya han estudiado algunos historiadores de la literatura a propósito de Buero, a pesar de la complejidad del personaje de Esquilache, alguien a quien irresolublemente se le vuelve todo en contra, es don Leopoldo un personaje más contemplativo que activo, y gracias a ello, sus orígenes italianos quedan desdibujados, si no es por el hecho de que pasa sus últimas horas de destierro, cargadas de pasado y muerto por la nostalgia, en su país de origen junto a Fernanda. La fotografía de Juan Amorós sabe ceñirse a las claustrofobias de ambos palacios y mostrar en noches oscuras y pesadillescas cómo fue el motín. En consonancia y como producción de época que es, destacan los trabajos de maquillaje y peluquería de Esther Martin y Aida Paradela y el vestuario de Javier Artiñano.
Yo me bajo en la próxima, ¿y usted? (José Sacristán, 1992)
Lo primero que debemos decir sobre esta película, es que sirvió como homenaje al texto de Adolfo Marsillach en teatro, que tuvo más de creación por parte de los dos actores principales —aquí, los mismos— que, para lucimiento a su vez como director de uno de ellos, el chinchonense José Sacristán, que anteriormente dirigió Cara de acelga y Soldados de plomo. Alegre, despepitada y enérgica tiene, como la obra original, incorporaciones pues al libreto original sobre todo de Concha Velasco, que gracias a la pericia en la cámara de Juan Amorós (Ditirambo, Entre las piernas) y sobre todo al montaje de Carmen Frías, el talento de nuestra actriz, cantante y bailarina, que luce desde su look la mayor parte del metraje de señora más que de «chica de», como venía sucediendo en el teatro. Hay que decir que su lunar en el pómulo derecho está quizás más aprovechado gracias a la utilización de planos más cortos, y que gustan más los cuadros o escenas en que ambos interpretan a niños o adolescentes (vemos así como Pepe madura quiera o no siempre mucho más tarde) que los de doña Concha de folclórica, no por mostrar en estos menos talento, sino por perderse la mágica química que aún perdura entre estos dos creativos publicitarios aún pasados muchos más años (siete, en concreto, desde que se divorciaron, muy también a la española, quedando ella soltera y él casado con una odontóloga).
Números musicales como los escuchados en la Orquesta Topolino (Mi casita de papel) por primera vez en el programa de García Tola, o esa chica ye-ye que la hizo tan popular, hacen que el trabajo de Mariano Díaz sea más eficaz que el de sonidistas como Aitor Berenguer, de tal modo que adolece de otro fallo muy español y es que como en tantos casos más cercanos, la película parece directamente doblada sobre todo en estos números. El vestuario y maquillaje de Sara Fernández y Ángel Luis de Diego sabe buscar sobre todo color a las escenas antaño vividas en directo y la aparición de Tina Sáinz (loquísima public relations llamada Karmele) o los secundarios María Isbert y el desaparecidísimo Alberto Bové (ese agricultor de Amanece que no es poco cuya calabaza conquistó su corazón) nos hacen presumir, igual más de lo que deberíamos, de esta antigualla o reliquia de cine teatral —y que así fue considerado desde un principio, en este sentido no engaña— que se representó casi como tal en los setenta en los mejores escenarios de nuestro país.
Más allá del jardín (Pedro Olea, 1996)
Dirigida igualmente por el bilbaíno Pedro Olea, y guionizada por el santanderino Mario Camus (La colmena) a partir de una novela de Antonio Gala, estamos quizá ante la película donde el trabajo y personalidad de Concha Velasco (Palmira, en la ficción, una protagonista con honestidades y sombras) luce aún hoy con mayor esplendor y belleza en la pantalla. Su trabajo aquí es admirable y sobresaliente y da color gracias a su look (pelo teñido de rubio, contención y explosividad dramática cuando ello lo requiere) a una mujer sevillana que podría ser considerada aristócrata por muchos, dado el casoplón en que vive, cuyo jardín poblado de pavos reales, se muestra más desde su belleza, que desde su fastuosidad. Y es que la familia de Palmira no es perfecta en su humanidad, como tampoco lo es ella, por más que trate de engañar a su ama o madre (lo de ama es un apelativo vasco más que andaluz, que seguramente incorporaría Olea) que, mientras hace ganchillo y ve sus últimos días pasar en su butacón de mimbre, se entera del estado de ánimo de los principales personajes, antes de que ellos los cometan, síntoma de sabiduría vital. El marido de Palmira es Willy (Fernando Guillén) y ambos duermen en habitaciones separadas y tienen dos hijos: Helena (Ingrid Rubio) y Álex (Miguel Hermoso Arnao). Sobre el divorcio con Willy se centra una primera parte del filme, y sirve para dibujarnos a una Palmira valiente, desenfadada con todo y con todos, y que aprende a convivir con la muerte de dos seres muy queridos lo que ella considera demasiado pronto. Otros personajes de importancia son Mencía (hermana de Palmira interpretada por una irreconocible Martirio) y Bernardo (Giancarlo Giannini) y de importancia también sustancial, pero algo menor, el camarero Tario (Manuel Bandera) y el pintor Ugo (Andrea Occhipinti). Todos ellos, como en el teatro y en la novelística de Gala, tienen sus defectos y virtudes, la capacidad de amar y traicionar a su modo, aunque como en la vida, unos son más machacados y traicionados que otros.
En esta película se ve Sevilla en el esplendor de sus lugares, como un plató de fiesta y vida disoluta, reconociéndose lugares que hoy nos resultan vulgarizados por el paso del tiempo, como la basílica de la Esperanza Macarena y alrededores hasta la taberna El Rinconcillo, el Real de la Feria con su albero y sus coches de caballos, todo ello bellamente fotografiado más desde la fastuosidad que la decadencia por José Luis Alcaine. El montaje de José Salcedo también sabe ceñir los planos cuando es necesario, siendo la labor de casting de Elena Arnao más que acertada. La música de Nicola Piovani sabe sacar partido a la coproducción con Italia, y la dirección de arte de Koldo Vallés, así como el vestuario del equipo de García Montes, y el maquillaje de Manolo García y Ana Lozano, vistoso y como decíamos controlado ante lo doliente, hacen el resto y convierten el filme en un prodigio de sensualidad, belleza e inteligencia.
París-Tombuctú (Luis García Berlanga, 1999)
El testamento fílmico de Luis García Berlanga por excelencia, en el que se adivinaban en esa imagen con pintada en un toro de Osborne en los aledaños de Calabuig o Peñíscola (ese «Tengo miedo» firmado por L.) cobra especial forma a través no solo de su protagónico Michel Piccoli, con quien el director valenciano filmaría en los sesenta Tamaño natural, sino de toda una serie de personajes acobardados como él, cínicos y realmente entrañables que pueblan un conjunto soberbio, donde la Trini, esa ayudante de boticaria, extirpadora de bisturí de forúnculos anales del cansancio, más salida que el pico de una plancha y mora de la morería entre otras lindezas —aquí interpretada por doña Concha Velasco—, Encarna (Amparo Soler Leal) su hermana con ínfulas de falsa beata, o su hermano Gaby (Javier Gurruchaga), erotómano, fetichista y diseñador, son quienes acogen a medio camino entre el detestable París del que procede y el inexistente, dado lo dado, Tombuctú, a don Michel des Assantes, frustrado cirujano plástico amargado por las relaciones con su hijo y esposa en ese país de Charles de Gaulle del que parte en bicicleta.
Tiene la película altas dosis de picante humor negro, que se disfruta como si fuese la fastuosidad de una falla valenciana, con colorido, vistosidad, y sacando lo mejor de cada uno de los participantes, desde ese Manuel Aleixandre (Sento) que conmemora su propia participación en el otro clásico de Berlanga llamado Calabuig, otra falla cósmica y delirante de 1956, pasando por Juan Diego (Boronat), ese mecánico anarquista que practica el nudismo y espía culos en la playa con trípodes topográficos, o el cura interpretado por Santiago Segura, un buenista de libro, también cansado de vivir. La película, que solo aburrió a Carlos Boyero de entre los críticos, quizá con el tiempo haya ganado en amargura, y me explico: ese fin de milenio que quería asimilarse al fin de un mundo, siendo algo inexacto, atinaba en más de lo que pudiera parecer para tantos. Queda carcajearse en privado —les aconsejo que no lo hagan mucho en público dados los tiempos que corren— con ellos y con los temas que a tantos hoy abochornarían, dispuestos a partir de lo descrito. Las canciones cantadas por Manolo Tena y Luis Eduardo Aute (esa banda sonora de excepción) contribuyen a hacernos ver esta amargura, que está en la necesidad de picaresca y cinismo, hoy tan perdida en los anales y que lo quieran o no forma parte de esa condición humana que acabará convirtiéndonos a todos en robots, cuando no en algo más empeorable aún. La fotografía por otro lado de Hans Burmann sabe sacar partido tanto al mediterráneo como al sabor de sus gentes; eso y la dirección de arte, el vestuario… Por poner una pega, hay algún actor que al ser doblado —dado el escaso trabajo o la pereza de microfonistas— pierde más de la cuenta.
El oro de Moscú (Jesús Bonilla, 2003)
Intentando ilustrar un episodio de la Guerra Civil española por la que miles de monedas de oro republicano depositadas en el Banco de España se llevaron (o no) por Josef Stalin a la URSS —en la Wikipedia se habla de 12.200 millones de euros de hoy— habiéndolos obtenido según los guionistas de esta película de las reservas por la conquista de América, la película de Jesús Bonilla y producida por Enrique Cerezo, se queda a medio gas y convierte esta anécdota de mediadores funestos y casposos, en un ejercicio que desafortunadamente poco tiene que ver con el cine.
Tendente a buscar el chascarrillo y la gracia fácil (si bien la crítica de Jordi Batlle en Fotogramas la tacha de absolutamente inofensiva) se trata de un producto nefando donde tanto en el guion como en los actores principales (Santiago Segura, Jesús Bonilla o Alexis Valdés entre otros) solo se salva gracias a ciertos episódicos como son Concha Velasco (vedette del teatro la Latina que lo mismo le da ser de izquierdas que de derechas, algo hoy impensable) y Alfredo Landa (antiguo y vehemente hombre de Franco, que en principio solo piensa en comerse un sofrito), los cameos de Chiquito de la Calzada (aún él se salva) y el desaparecido en el rodaje Juan Rosa (Camuñas) u otros tantos principales, no por menos señoriales, más funestos, por otro lado, demuestran dar la cara ante los pertrechadores de semejante filme (Joaquín Andújar y el propio Bonilla). La producción de Cerezo se complementó con el trabajo de Tony Soto, y la fotografía de Javier Salmones —solo eficaz— y el poco lucido trabajo de Koldo Vallés en la dirección de arte, hacen el resto. La película mezcla además sin aparente diapasón rítmico o estructural la búsqueda del oro con la del mapa para saber dónde pudiera estar, de tal forma que lo que pudiera ser una narración-enigma, se convierte en un conjunto de efectos de «inspiración» o porque yo lo valgo, que deviene en sinsentido.