Francis Ford Coppola y nada más
«El tiempo es la lente a través de la cual se capturan los sueños»
De la pasión por el sonido y la pequeña pantalla a la incursión al mundo del cine a través de la interpretación, los clásicos y la épica visual. Coppola, creador de epopeyas fílmicas, disfruta de su vejez refugiado en la belleza de lo sencillo y la calma.
Año 1939. Fecha fatídica para ser consciente del mal en el mundo y también para llegar a él. Día 7 de abril, nace Francis Ford Coppola en Detroit, Michigan, en un círculo familiar italoamericano. Tras el paso de la Segunda Guerra Mundial y el crecimiento lógico que le regaló el trascurso del tiempo al pequeño Coppola, el futuro artista tenía inquietudes varias como el universo científico y tecnológico, una pasión que coincidió con la llegada de la televisión, objeto que se convirtió en su mejor compañero de viaje. Uno de los referentes más claros de Coppola fue su figura paterna, Carmine Coppola, un flautista clásico de la orquesta sinfónica de la NBC de Toscanini y fascinado con las innovaciones que brindaban un futuro cada vez más tecnológico. Además, la familia Coppola tuvo un antepasado que representa la simbiosis entre arte, tecnología, invención y magia en la que se convirtió Francis Ford Coppola; el abuelo, quien fabricaba las herramientas con las que se realizaban los vitáfonos, el aparato que hizo que las películas cambiaran por completo gracias al sonido. La madre, Italia Coppola, le brindó el mejor regalo al pequeño; la sensibilidad y el cariño. En su juventud fue actriz italiana, pero la inmigración y el miedo provocaron el abandono de su sueño. El esfuerzo y el amor se convirtieron en sus pilares educativos ofreciéndoles a todos los miembros de su familia la vida que merecían.
A finales de los años cincuenta, la programación televisiva era más bien pobre, pero Coppola, obsesionado, miraba las figuras geométricas de las cartas de ajuste hasta que algo nuevo apareciera. Al pasar varios años, llegaron a la pequeña pantalla unas cuantas películas de vaqueros de Allied Artists —estudio americano de filmes de bajo presupuesto— como El capitán Vídeo y los guardianes del universo (Damon Knight, James Blish, 1949). A los nueve años, el futuro cineasta tuvo polio quedando paralizado y, encerrado en su habitación, pasó los días con la ayuda de sus hermanos, algunos muñecos, el magnetófono, un proyector de juguete y la televisión. En esa cárcel abandonó su espíritu infantil e hizo de sus mejores amigos a Sidney Lumet, Arthur Penn y John Frankheimer, director a quien le debe su buen hacer con los actores y el montaje. En otro lugar, pero unidos por el cine, un niño obsesionado también vivía encerrado —debido al asma— entre películas, storyboards y la televisión. Un joven que, años más tarde, se convertiría en uno de sus grandes amigos: Martin Scorsese. Al igual que con George Lucas —fiel amigo de Coppola— Brian De Palma, Steven Spielberg, Peter Bogdanovich, Dennis Hopper, Woody Allen y un sinfín de grandes nombres que, coetáneos a la época de Coppola, orbitaban en un mundo visual, de cambio y de un nuevo hacer cinematográfico. Un laboratorio del séptimo arte donde los ingredientes que tanto conocía Coppola fueron esenciales para dar lugar a su forma de hacer cine grandilocuente, elegante, innovador, autoral, épico y, sin duda, imperecedero.
Poco y mucho se sabe del cineasta Francis Ford Coppola, para un conjunto del mundo cinéfilo es el director que marcó una era de cambio radical en el cine, donde lo comercial y oscarizado podría ser autoral y único o la representación de que el éxito, en Hollywood, no es garantía de placer para todos los públicos. Para otros, Coppola es el siete veces ganador al Óscar, es el director que obtuvo el Premio Príncipe de Asturias en 2015, es el creador de filmes tan míticos como El padrino (1972), Apocalypse Now (1979) o Drácula de Bram Stoker (1992). Sin embargo, para aquellos que saben mirar más allá de premios, galardones, grandes éxitos y filmes de los que ya se han hablado miles y miles de veces, Francis Ford Coppola es un padre de familia —el apellido ya rezuma sensibilidad perdida en la soledad— que habita entre los infinitos campos de sus viñas, en una casa rural alejada de la multitud rodeado de cultura, aprendizaje, películas y libros. Un lugar donde reflexiona sobre el cine que «le dejaremos a nuestros nietos», sobre los cambios tecnológicos actuales y la paradoja que suponen al ser un peligro, pero también una posibilidad. Coppola es, además de cineasta, un inquieto cultural, un filósofo vital, un pionero exigente capaz de arruinarse para hacer cine. Alguien que piensa que el ver muchas películas, estudiar y aprender «es uno de los grandes placeres de la vida, que no dan problemas como el comer, que engorda, o el beber, que enferma».
Él, que más allá de conocer el olor a napalm por las mañanas, el sonido de los Little Birds americanos, el infierno en la selva, la importancia de coger los cannoli tras asesinar a alguien y las luchas comerciales con los grandes productores, es también un director que buscó siempre su esencia en cada obra, su personalidad; la definición de quién es encontrada en el cine que anhelaba hacer. Coppola, quien articula su cine con la regla de las tres efes; family, food and film —familia, comida y cine—, tiene en su sombra la mitología, la anécdota y el fenómeno fan en una serie de selectas películas que, sin duda —y esta vez sí— llamaríamos de culto y otras que, pese a ser también reconocidas a nivel mundial, pasan más desapercibidas.
El director italoamericano de nombre rimbombante empezó a tener un cierto eco en la industria gracias a la película El valle del arco iris (1968), una comedia de fantasía musical donde aborda temas tan complejos como la inmigración, los condados del sur de Estados Unidos y la posibilidad, con lo espiritual y mitológico en la mano, de crecer como seres humanos en paz y armonía en un lugar donde todo lo que reluce parece, efectivamente, oro. Un filme —cuyo padre espiritual es el clásico Sonrisas y lágrimas (Robert Wise, 1965), en lo que a luminosidad y trabajo actoral se refiere—, donde brillan intérpretes tan magistrales como un envejecido pero elegante Fred Astaire junto con la dulce Petula Clark, quien en ciertos aspectos evoca a la bailarina Moira Shearer, del filme favorito de Martin Scorsese Las zapatillas rojas (Michael Powell, Emeric Pressburger, 1948).
Con un Óscar en la mano por el guion de Patton (Franklin J. Schaffner, 1970) y tras el éxito de la primera parte de El padrino, Coppola contactó con la productora de Paramount quienes intentaron convencer al director para hacer la segunda parte del filme. Francis —para los amigos— tuvo la genial idea de chantajear a la empresa y, con inteligencia, dijo que haría la segunda parte con una serie de requisitos entre los cuales estaba cobrar un millón de dólares y poder dirigir el guion más personal con el que llevaba trabajando unos tres años, la película La conversación (1974). Se trata de una de las cintas más exquisitas y autorales del italoamericano, también creada con la ayuda de su productora, American Zoetrope, fundada en 1969, de la que era presidente ejecutivo junto con George Lucas en el cargo de vicepresidente con quien produzco obras tan excelentes y alejadas del studio system como Mishima: Una vida en cuatro capítulos (Paul Schrader, 1985).
La película sustenta su narrativa en la obsesión con el acto de escuchar, de invadir la intimidad del otro a través de los sonidos y la voz de la pareja a la que el protagonista espía llegando incluso a creer que forman parte de su subconsciente llevando así la película hacia el terreno de lo enfermizo. Un circuito de tonos distintos que crean una atmósfera con un diseño de producción e iluminación —esta vez sin la ayuda de su predilecto director de fotografía Storaro— vacíos, derruidos y amplios. La conversación fue la primera Palma de Oro en Cannes para Coppola mostrándose al mundo como un director de orquesta que no tenía problemas en dejar las superproducciones mafiosas para agachar la cabeza y, con humildad, dirigir un filme de zooms largos, tempos intensos y no apto para todos los públicos. Así, con el dominio de lo autoral y las superproducciones, llegó la insensatez tan bella de rodar algo como fue Apocalypse Now (1979) cuyo set fue la selva, el fuego, la enfermedad y la locura. Repetir algo más o añadir algún dato sería una insensatez.
Tras el aluvión de críticas y el acribillamiento al que fue sometida la obra en todos los niveles —aunque más tarde fuera reconocida como una de los mejores películas del siglo XX o incluso de la historia del cine— Coppola, sin querer tirar la toalla, cambió por completo la dirección que tomaba su arte y recobró el espíritu musical junto con todas las virtudes que tenía el teatro en vivo —del que hoy en día sigue obsesionado— creando una cinta como Corazonada (1981) donde la metamorfosis entre maquetas, decorados, noches americanas, bailes y planos secuencia entre sets, iluminación brillante al estilo Broadway e interpretaciones teatrales sin los filtros de Hollywood da lugar a una de las películas más extrañas pero a la vez más hipnóticas de la filmografía del cineasta. Corazonada, sin embargo, tuvo serios problemas de producción y tuvo que enfrentarse al rodaje de forma convencional, de manera que no pudo llevar a cabo uno de los sueños del cineasta; crear cine en vivo. Algo que consiste en, mediante la simbiosis entre cine, teatro, la magia del directo y del montaje crear una pieza artística que combine dos artes que siempre han estado unidas, pero paradójicamente, también separadas. Además de un fracaso en la crítica —tal vez el público no terminó de comprender las intenciones del director— también lo fue en taquilla pues el filme costó alrededor de 30 millones de dólares y logró recuperar apenas 5. El director tuvo la obligación de declararse en banca rota y hacer un cine para «salvar los muebles».
En esa ecuación de supervivencia visual entra la película Rebeldes (1983) con actores tan jóvenes como Tom Cruise —en un feísmo que lucha por sobrevivir— Patrick Swayze o Matt Dillon, entre otros, interpretando a una serie de matones estancados en la violencia callejera de navaja y pobreza que intentan sacar hacia adelante sus vidas encaminándose en una especie de aventura casi fantástica que recuerda, tanto en lo visual como lo narrativo, al clásico Lo que el viento se llevó (Victor Fleming, George Cukor, Sam Wood, 1939). Sí, sin duda se trata de una de las obras más flojas del cineasta. No obstante, si bien es una película realizada para traer el pan a casa, no deja de tener ciertas secuencias ejecutadas con mucha maestría —como la de la fuente ensangrentada por un corte mortal— además de ser un ejemplo en lo que a dirección de actores se refiere, pues todos y cada uno de los rebeldes están excelentes. Sin embargo, y conociendo a Coppola, un filme así no podía quedar en algo meramente comercial o para salir del paso. Por ello, en el mismo año, llegó a una serie de salas selectas la película La ley de la calle (1983) casi con el mismo pretexto, pero con un tono mucho más oscuro y dramático bajo el lienzo del blanco y negro, un Matt Dillon todavía con facultades de rebelde junto con Dennis Hooper a los mandos de la paternidad cuya interpretación evoca sobremanera al excelente Harry Dean Stanton.
Francis Ford Coppola, que ahora vive entre vinos, comidas familiares y los proyectos de sus hijos sigue intentado sacar a flote su gran y última obra donde lo teatral y cinematográfico convergerán en uno. Tal vez sea un fiasco o el futuro para el cine. En su facultad de pionero y descubridor, el mayor error sería no hacer nada y fallar a sus antepasados que, entre sonidos musicales y cinematográficos, hacían retumbar sus pasiones. Sin embargo, el paso del tiempo es el mal de todo genio pues en algún momento la naturaleza hará que pare. Esperemos que ese día no llegue pronto, pero si llega, uno debe saber que nunca es nada más. Cuando se habla de autores y artistas siempre hay algo tras la lente que encierra la vida de cada uno de ellos. Siempre hay algo más. La superficie no es la esencia. El intentar ir más allá y aprender que nada se sabe y que, como Coppola, uno no debe sino seguir descubriendo hasta que la naturaleza diga basta. Además, si algo ha quedado claro es que el saber ni engorda, ni hace mal.