«Estoy haciendo el camino a la pobreza», ríe el guionista y escritor mientras bromea sobre su paso del texto para la gran pantalla a este otro, al de los mamotretos a los que menos público es tan fiel en comparación. Consciente de que puede haber quien considere que esto sea desandar, cuando ha trabajado con Rodrigo Cortés, Álex de la Iglesia, Paco Plaza, Jaume Balagueró, Jonás Trueba o Kike Maíllo. Este acto rezuma un gran romanticismo, un verdadero amor por las letras y, sobre todo, por la narrativa. Lo que el lector va a destapar en Malaventura (Impedimenta) es una serie de historias cuyos protagonistas a veces se revelan descendientes del bandolero —o cortijero— presentado en el anterior cuento, porque lo que sí se aprecia es una cronología que las aúna en un mismo universo mediante el paisaje. La atmósfera de suelo arenoso, secarral, miseria, supervivencia, balas y sangre. Niños que cazan conejos. Pasiones y largas pestañas gitanas. Son palabras que trazan en el aire una banda sonora. Una de cante. Se cumplen todas las promesas de esa faja que lo asocia al género cinematográfico del wéstern, al cine quinqui de los años setenta, a la crueldad sin filtros de un Cormac McCarthy, con los ojos infantiles atestiguando la crueldad adulta «para hacer la violencia más digerible», como apostilla Fernando Navarro. También hallará un humor negro que va a satisfacer a quienes sepan apreciarlo en obras como el Fargo de los hermanos Coen. Juega en esa liga.
«He hecho un libro como la película que nunca me dejarían hacer, porque no está el horno para bollos: el libro se podría haber resumido como historia de un guionista que huye de los tres actos. A mí me gustan las películas expresionistas. Películas como Mandy». Es curioso, porque podríamos imaginar Malaventura filmado con una estructura al estilo de La balada de Buster Scruggs (Joel Coen, Ethan Coen, 2018), y en lugar de country, Anica La Piriñaca, tótem del cante, impregnaría cada fotograma como lo hace con las páginas de esta pieza que ha sido, a veces, mal llamada novela y que el autor concibe casi como un álbum musical. Escribe para ello hasta un Martinete, el palo de cante que es «a pelo» —a cappella, dirán los más refinados—, sin instrumentación, y con el que el autor emula a El Torta y a ese que le dedicó en su día A Triana, con la rítmica percusión del pico de minero como único sonido de fondo. Con él justo a mitad de la obra, traza Fernando Navarro «la cara a y la cara b de este disco», porque él llama a sus cuentos canciones. Y una vez devorados, efectivamente dejan sensación de concierto en un tablao. «Cuando canto, me sabe la boca a sangre», anuncia La Piriñaca, augurando el poso que deja la experiencia lectora, totalmente atmosférica. Lo que no le quita acción: hay mucha, y balas, y sangre a punta pala. Pero, como explica el propio Navarro, «ha sido un proceso auténticamente freak, muy contrario al de un guion en el que estás con el chip puesto en la cabeza de todo lo que tendría que haber pasado ya en treinta páginas». Los bandoleros encajan con esa huida del sistema establecido. Escapan, luchan por la supervivencia. Destruye ese esquema del guion cinematográfico para fluir en un viaje a lo largo de las décadas. Desde pistoleros tipo Curro Jiménez hasta los quinquis. Emparentándolos, en lo que su amiga y conductora de la charla, la escritora Aloma Rodríguez define acertadamente como una mitología propia del sur de España. «Los años de los bandoleros y los de los quinquis son los dos momentos en que la violencia se vuelve mítica en España: incluso se hacen canciones sobre ello» —responde el autor—: «el Lute, el Vaquilla… tienen su propia mitología. A veces se idealizan y tienen fama de Robin Hood». De ahí el tono lorquiano que constantemente se asocia a su obra: si bien las formas de su lenguaje equilibran el preciosismo con el naturalismo que respeta el deje andaluz en los participios, plasmando el dialecto sin complejos ni estándares, no es por tan poético —que lo tiene— sino por la biblia de personajes, el carácter. Y que siendo de Granada, Lorca se lleva dentro, es innegable y él lo reconoce aludiendo a Bodas de sangre: «me gusta pensar que estas gentes de las que hablo fueran las mismas del Cortijo del Fraile, de esa antinovela rural que te quita las ganas de visitar esos sitios tan cerrados».
El derroche de sangre que salpica Malaventura no debe ser malinterpretado desde un bienintencionado feminismo que no tenga afinado un verdadero espíritu crítico o que se desligue de la noción de época y de evolución. A una se la podrían llevar los demonios al encontrar ciertas tramas pobladas de cadáveres de mujeres, o en las que el varón protagonista hace gala de su condición de putero o exhibe colección de amantes. Pero cabe contextualizar, y sobre todo, abordar estas narraciones desde la consciencia de lo que son: un retrato de unos personajes realistas que transitaban y transitan el crimen, sin olvidar en qué posición estaba la mujer en esos escenarios turbios, no hace tanto, en la España que hacía pantanos, y en cuál sigue estando la mujer de los bajos fondos actuales. Es costumbrismo dentro de lo que aporta de fantástico. Y no es una violencia unidireccional: «es democrática» —bromea Aloma— «porque es en contra de todos». Sí, señoras: aquí muere hasta el apuntador, que para eso son todo historias de mal fario. Resultando a veces en pequeños placeres culpables, que nos pueden hacer sentir mala persona. Hasta que se deja morir cruelmente a una caballo y eso nos parte el corazón. Reaviva los traumas infantiles del final del Platero de Juan Ramón Jiménez, pero también desentierra la dolorosa escena de Atreyu y Artax. «¿Ves? Eso tampoco lo puedo filmar. Puedo matar a todo el mundo, pero si mato al caballo, me matan a mí los espectadores», bromea Navarro. Cabe recalcar que nunca se recrea en lo sexual —implique o no una violencia— : como ya ha demostrado en cine, el propio Navarro se declara «pudoroso con las escenas de sexo. Ni me gusta detallarlas ni me suele gustar verlas a menos que lo cuente un Hitchcock, Cronenberg o Lynch, que tienen una mirada muy particular. Si no, me desagrada o me puede parecer que está mal filmado por la cantidad de matices que pueden quedar fuera».
Lo que conecta y contrasta a la vez con ese gusto por el expresionismo que acusaba antes: «a mí me gusta cuando las cosas no tienen explicación. Esa sensación de que jueguen un poco conmigo: sea como espectador o como lector». Lo que la conductora de la charla sacaba a colación como los «narradores poco fiables» que también él utiliza en sus cuentos. El género proporciona ese pacto de suspensión de la incredulidad: «sobre Bajocero me han llegado a decir que no es creíble, hasta que respondo que es un sueño y ahí me dicen: “ah, entonces vale”». Del mismo modo, alaba la magia de los «falsos wésterns, en los que no hay ni una sola pistola. El wéstern es el paisaje, la atmósfera». Él es amante confeso del spaghetti y el acid wéstern sobre todo, pero dice que le «emociona cuando este se puede reinvertar». Recalca la gran tradición que ha habido en este país, y que se atrevería a decir que no nos viene únicamente de los rodajes en Almería, o de los bandidos de Camus, ni de Curro Jiménez, sino de antes: «El Quijote estaba aquí ya, quiero decir: nosotros inventamos el wéstern». Es inevitable hacer alusión a la cantidad de estas producciones que se emitían en la televisión española de nuestra infancia. Lo que puede explicar también la constancia de los niños —vivos y muertos—, correteando por su libro: «es un género de la infancia. Se te arraiga la figura de ese héroe». Entre el público alguien le pregunta su opinión sobre El poder del perro (Jane Campion, 2021), que ni de lejos hace gráficas la cantidad de violencia que contiene el visceral texto de Navarro: a él se le antoja una película que, con todos sus méritos, «es algo fría, me gustaría que contase muchas cosas de las que calla, pero tampoco puedo expresar una opinión sólida sin haber leído la novela: quiero leerla primero y ver si lo que queda fuera lo calla el libro o es una decisión tomada a la hora de la adaptación». Sin embargo, recomienda Los hermanos Sisters (Jacques Audiard, 2018).
Con todos estos elementos que os exponemos, puede el lector construirse ese imaginario que termina atravesando, ya no tierras yermas, sino otras dimensiones, porque en un momento dado nos habla a título póstumo un ahorcado, y también juguetea por ahí el fantasma de un niño muerto. Reconoce que ese es el punto en que su faceta de guionista más ha afectado a la pluma del escritor: «inicialmente no había tanto género, pero finalmente la imaginación ha tomado el control: cuando has escrito tanto terror, supongo que es inevitable». Acepta esta herramienta de marketing utilizada en la faja del libro: «un acid wéstern soberbio con el sur como obsesión. Un híbrido entre Cormac McCarthy y Lorca que se lee como novela de iniciación y de muerte», y lo cierto es que podemos deciros que esa definición clava la esencia del libro, pero el escritor añade entre risas que él se hubiera inclinado por un atrevido «más flamenco que el Torta», a lo que añade, ya en serio: «yo escucho flamenco y me suena a alta literatura. Aunque esté escrito por alguien analfabeto». Malaventura es un romancero criminal, lucha de clases, pasiones y venganzas entre cortijeros, el pueblo gitano y bandidos que enturbian la línea divisoria entre bondad y maldad. Pero también son los niños de los mineros, de acento andaluz, que juegan con fantasmas en pueblos abandonados y sueñan con sus animales muertos.