Doctor Portuondo (Carlo Padial, 2021)
Comencemos por la apuesta autóctona. Carlo Padial —a cargo de guion y dirección— se parodia a sí mismo, sus TOC (trastorno obsesivo compulsivo) y su relación de pareja mediante una ficción en torno al psicoanálisis más loco, a veces absurdo. Y de ahí parte de su comicidad. Además del peculiar —y nervioso— universo interior del guionista y escritor catalán, la elección del protagonista, tan fiel a su persona, contribuye a empatizar con sus miserias y sus ridículos, que comparte de manera muy valiente y con sana autocrítica… aunque también un autoescarnio que alimenta las situaciones humorísticas.
Pero sin duda, la clave para el funcionamiento de esta serie y que apele a zampárnosla de un tirón maratoniano, es el carisma de Jorge Perugorría en su interpretación del excéntrico e impredecible terapeuta. Un cubano con alma de poeta, arrebatos pasionales y carácter explosivo que nos mantiene tan en vilo como a su desconcertado paciente. «Un sabio desquiciado», como reza el subtítulo de la novela homónima, escrita por el propio cineasta y publicada por Blackie Books. De ella toma una atmósfera y, sobre todo, un tono muy cercano a Kurt Vonnegut (autor de El desayuno de los campeones, que sería llevada al cine en 1999), a quien no podía faltar un guiño, colando uno de sus volúmenes en plano —precisamente una reedición de la mencionada editorial—. Los veintiséis minutos por episodio —tan solo son seis— se pasan volando entre carcajadas y algún que otro momento triste. Con el telón de fondo de la Barcelona obscenamente cara para unos nativos cada vez más precarizados, mucha plebe treintañera se va a ver reflejada en ese querer y no poder equilibrar las ansias de dedicaciones artísticas o humanistas, el glamur de lo creativo… y pagarse el alquiler. Otro aliciente lo aporta un elenco de personajes secundarios tan variopintos como encarnados por los comediantes adecuados. Sabíamos de la presencia de David Pareja entre ellos, como nos reveló en su día en la entrevista con este medio. Pero además veremos a Berto Romero y a Arturo Valls dándolo todo para darnos grima y ternura a partes iguales.
Irresponsable (Émilie Noblet, Stephen Cafiero, 2015)
La vergüenza ajena sería el eje sobre el que se alza esta tremenda serie francesa. Comparte con la pieza anterior lo que ya puede considerarse un retrato generacional: treintañero europeo, precario, desencantado de la vida y con unas habilidades sociales cuestionables. La diferencia entre este «adorable perdedor» —en certeras palabras de Filmin— y el anterior, es una cuestión de jeta profunda. Julien se ve de pronto en paro, en la mierda, pero acude a su mamá en el pueblo y abraza su segunda adolescencia y una inesperada popularidad a destiempo. Y entonces la vida le va a exigir que madure de golpe. Solo que no le sale demasiado bien. La cromática de la serie es heredera de Wes Anderson, y la estética del protagonista, con su gorro de lana, las enormes gafas y la bufanda, es muy icónica, resultando en una mezcla del personaje de los libros de ¿Dónde está Wally? —que capta la esencia de su actitud nini— con el rostro de un ya no tan joven Woody Allen, y las mismas malas trazas que tenían con el género femenino sus alter egos cinematográficos.
Sébastien Chassagne equivaldría al payaso torpe y entrañable, pero con su cierto punto miserable. Contrasta con la figura más seria de su ex novia, encarnada por Marie Kauffmann, elemento disciplinador que tampoco puede evitar caer en ciertas debilidades, lo que la humaniza y nos hace empatizar con ella. Porque, al fin y al cabo, es la que tira del carro. Es una serie que le pide a gritos a los niños de mamá con su buena barba ya, que suelten el porro y el mando de la consola y se unan a la causa de la verdadera heroína, que no está en sus pósters de Marvel en las paredes de la adolescencia, sino criándoles a los hijos. Pero eso no es impedimento para un desfile de sketches en que el absurdo creciente de las malas decisiones del protagonista desembocará en cada vez mayores y más hilarantes problemas. Se dan algunas situaciones que claman al cielo por arriesgadas, pero que se saben rematar con resultados desternillantes. Un buen cafre al servicio de la risa y en monodosis de apenas veinte minutos. Muy digestivo.
Brassic (Daniel O’Hara, Jon Wright, Saul Metzstein, 2019)
La serie que los chavs británicos necesitaban. Durante décadas se ha hecho mofa de este colectivo que puede equipararse a los canis y chonis de nuestro país. A la gente obrera más pobre, en una posición de baja ralea, si no directamente a los parias sin oficio ni beneficio que se buscan la vida como pueden —y no siempre por la vía legal—. El tema favorito del Guy Ritchie de Snatch. Cerdos y diamantes (2000) o Lock & Stock (1998). La trama nos habla de una pandilla de amigos quinquilleros, que intentan sobrevivir tanto a la precariedad como al aburrimiento en un municipio provinciano en el que no hay muchas expectativas de futuro. Con unas tasas de desempleo terribles. También nos pueden venir a la mente referentes como Full Monty (Peter Cattaneo, 1997) o Trainspotting (Danny Boyle, 1996), aunque en el caso que nos ocupa, se rompe con el estereotipo —y la lacra— de la adicción a las drogas duras que veíamos en la novela de Irvine Welsh en que se basó la película de Boyle.
¿Por qué esa esencia? Además de por la conciencia de clase, porque como comedia es muy hábil a la hora de ingeniarse disparatados tejemanejes para obtener dinero que casi siempre saldrán mal o muy mal, y cuando salgan bien, será por casualidad y con daños colaterales catastróficos. Casi siempre muy divertidos, pero en ocasiones con tintes dramáticos. Y aquí llega la gran baza de esta historia: el protagonista padece una bipolaridad, y esta es retratada con sumo respeto. No se usa como fuente de burla, sino al revés: el contrapunto empático y dramático de la serie, además de venir dado por una profunda conciencia de clase —o mejor dicho, el anticlasismo— y otras cuestiones de género y condición sexual, encuentra en el retrato realista y respetuoso de la enfermedad mental el motivo definitivo para seguir las aventuras y desventuras de estos personajes que se baten por dejar atrás la sensación permanente de tener un destino sellado e imborrable, y sobrevivir al despiadado capitalismo. En un pueblo cuyas gentes a veces actúan a lo «Fuenteovejuna, todos a una». Sin duda, se harán con un hueco en el corazón de su público.
El confinamiento de Borat en EEUU (Jason Woliner, 2021) y Desmintiendo a Borat (Kahane Cooperman, 2021)
Poco se puede decir ya sobre un personaje como Borat —ni de cualquier otra factura del gamberro y rematadamente inteligente Sacha Baron Cohen—. Su mera presencia ya es, por sí sola, reclamo o rechazo inmediato para una u otra audiencia. Las producciones que nos ocupan mantiene el absurdo y repugnantemente gracioso universo de la segunda entrega del kazajo más irreal de todos los tiempos. Porque, de hecho, lo que muestra es una colección de material descartado para ese segundo largometraje, que fue filmado a modo de Gran Hermano a consecuencia del confinamiento general por COVID. Para ello, y por no romper con las dinámicas habituales de su narrativa, se vuelve a infiltrar a esta caricatura con su bigotazo y misoginia exagerada en la realidad de personajes que superan la ficción. Dos fanáticos de Trump, antivacunas y defensores de la posesión civil de armas —carne de asalto al capitolio— serán expuestos, en una primera parte de la serie, al bombardeo del bagaje cultural con que el señor Cohen reinventa un Kazajistán imaginario.
A favor de las dos cobayas redneck de este experimento, cabe decir que reaccionan con bastante sensatez y buenos modales a la pantomima machista que se exhibe frente a ellos, mostrándose partidarios de una igualdad de derechos entre hombre y mujer. También lucen una apertura al diálogo de la que difícilmente puede presumir el equivalente cuñado en nuestra tierra. Se nos revelan dos personas que, aunque muy convencidos de muchos bulos, son conscientes de su ignorancia y están abiertos a escuchar a profesionales en diferentes materias. En esta parte del metraje, el objetivo es el que responde al Desmintiendo a Borat: el alarmante auge de las «conspiranoias» lleva al cineasta a acudir a esta estrategia didáctica, y no es de sorprender que algo vaya calando en sus receptores. Como fleco, podemos señalar a una quizá excesiva inclinación por exaltar a figuras políticas como Hillary Clinton o Barack Obama. Es necesario que se desmientan los bulos, pero también es cierto que ellos tampoco son trigo limpio. Pero no es menos cierto que la democracia que conocemos tiende al bipartidismo y al drama del acabar votando al que nos parezca menos malo entre los malos.
Inside No. 9 (Reece Shearsmith, Steve Pemberton, 2014)
Coronamos con una promesa de disfrute y un verdadero tutorial para guionistas. Reece Shearsmith y Steve Pemberton facturan una serie cuyos capítulos son historias independientes y autoconclusivas con dos elementos en común. Primero, todas las tramas se ubican en escenarios con esa numeración: un noveno piso, trastero, la casa nueve, o la plaza de aparcamiento e incluso el sector de un nicho en el cementerio. Lugar muy representativo del segundo ingrediente que amalgama los episodios: una atmósfera macabra, de misterio y a veces verdadero terror flotando en el ambiente —pero inseparable de su escabrosísimo e impecable sentido del humor—. Para mayor diversión, juegan cambiando género o subgénero cinematográfico cada vez: desde el slasher hasta las cazas de brujas medievales, pasando por el falso documental, el found footage (metraje encontrado) o el reality show. El primer capítulo, por ejemplo, arranca con una desconcertante reunión dentro de un armario, cuyas texturas y ambiente hieden a telenovela de la más rancia BBC, a alta y casposa sociedad del reino, revertiéndose luego en un revenge mágico. Ese primer aperitivo puede descolocar, así que sabed que la serie va in crescendo. El cambio de tornas de la segunda pieza declara esa intención: una de robo con allanamiento que es un homenaje sublime a la comedia muda de Chaplin o Buster Keaton, o mejor dicho, a la Pantera Rosa animada. Desafía los límites del humor que el público crea tener: que nos arranquen una carcajada con algo que en cualquier otro contexto nos traumatizaría —y qué narices: mientras lo hace—, eso, no lo consigue cualquiera.
Porque no son aficionados. Forjan un combo humorístico compenetrado, creativo y de polifacéticas dotes actorales, alternándose en el rol de villano, víctima, cómplice… E incluso en algún caso su humor negro y absurdo deriva en lágrima viva. Condensan todos los talentos como para no necesitar a nadie, pero encima se rodean de la crema interpretativa británica. Sus guiones con giros argumentales, tan acrobáticos como pulcramente articulados, dejan boquiabierta a la intuición personificada: creeremos verlas venir, pero siempre se saldrán por la tangente, impredecibles. Recapitulando mentalmente, recogeremos cada miguita de pan sutilmente colocada: el armazón de unos finales sólidos y dignos de cátedra. No hay uno que cojee.