El cine que vemos semana tras semana en las carteleras se centra, en mayor o menor medida, en crear realidades que nos hagan sentir mejor como personas, esas en las que empatizar con el bueno de la función no es una tarea ardua, y en las que el antagonista tiene un claro carácter anti-buenos-valores. No es que no haya propuestas más sesudas, que las hay, ni que sean una minoría, que no lo son, sino que las grandes triunfadoras de los viernes nos desconectan en vez de conectarnos, nos abstraen en lugar de centrarnos. En Blue Valentine (2010), el por entonces debutante Derek Cianfrance daba una clara muestra de ese tipo de cine de gusto incómodo pero que, de algún modo, completa un abanico emocional fluctuante e inclasificable: en esta intensa espiral de emociones humanas, se nos narra la decadente historia de un matrimonio que va viendo desaparecer las posibilidades que brindaba la vida cuando eran aún jóvenes de espíritu. Cuenta como, con el paso de los años, el rencor y el agotamiento vital van haciendo mella de manera inevitable, y como los recuerdos acaban siendo la fuente primaria de buenos pensamientos. Es una crónica de un romance atípico, expuesto con gran sensibilidad y verdadero amor por el cine.
Ryan Gosling (Drive, Los idus de Marzo) compone un personaje humano e inolvidable, una suerte de Casanova hastiado, que lucha con uñas y dientes por preservar lo que construyó por uno de los más puros y abnegados amores que hemos tenido la oportunidad de degustar en el séptimo arte. Cada mirada y cada sonrisa construyen un ser humano exquisitamente imperfecto, la perfecta réplica a la no menos asombrosa criatura de Michelle Williams (Mi semana con Marilyn, Shutter Island), que expone aquí todos los motivos por los que debería ser considerada una grande de la actuación —fue nominada a los Óscar por este papel, perdiéndolo ante la insuperable interpretación de Natalie Portman en Cisne negro (Darren Aronofsky, 2010)—, dando forma con esmero y el alma desnuda a un personaje menos agradecido que el de su partenaire pero igualmente asombroso en su concepción y realización. No se me ocurren muchos momentos más bellos que el de esos dos jóvenes enamorados cantando y bailando en la entrada de un comercio cerrado, o más trágicos que la desolación de no poder hacer nada cuando todo se derrumba.
Una crónica de un romance atípico, expuesto con gran sensibilidad y verdadero amor por el cine.
El centro mismo del relato orbita alrededor de la pequeña hija del matrimonio protagonista, aunque su presencia actúa más como catalizador de la historia que como leitmotiv de la misma. Situaciones cotidianas, de esas que nos podrían pasar en nuestra propia vida, son aquí explicadas con una veracidad desarmante, y a los dos minutos de cinta ya no puedes —ni quieres— apartar la vista de un pedazo de vida que de antemano sabes que probablemente te deje un sabor amargo en la boca, como de hecho ocurre con una gran parte de los momentos reales que vivimos, muchas veces convencidos del triste desenlace pero aun así indispensables para nosotros, porque lo que se aprecia en estas historias es el viaje y no el destino. Como conseguimos o, por la contra, permitimos, que las cosas lleguen hasta el punto final en el que existimos, y esa es la baza que juega tan bien Derek Cianfrance, dotando en todo momento de una intensidad feroz a sus imágenes, mimando con absoluta entrega a unos personajes que viven detrás de la pantalla formando una historia de personas humanas, de relaciones que se crean y se destruyen habiendo pasado por un trayecto devastador.
«La vida es un proceso continuo de aprendizaje y revelaciones, y yo quería que la película reflejara eso. Realmente deseaba que la cinta se sintiera como si estuvieras dentro de esos momentos». El director, que trabajó en el libreto durante la friolera de doce años y escribió nada menos que sesenta y seis borradores, explica así la potencia de la premisa tratada anteriormente, que es la de aportar franqueza y autenticidad a los hechos por los que pasan la pareja protagonista. La cinta busca en las revelaciones una fuente de riqueza, tanto para bien como para mal, y apoyándose en ellas da forma a un armonioso puzle que nos deja en su ocaso con el corazón en un puño. Sentimientos desnudos, almas atormentadas y fabulosas metáforas (esa «habitación del futuro») son algunas de las cosas que harán de este filme una experiencia increíble.