Un 29 de enero de 1860 nacía el escritor ruso Antón P. Chéjov, el «padre moderno del relato», que continuó en cierto modo, y formó parte del extraordinario esplendor de la literatura en Rusia durante el siglo XIX con Turguénev, Tolstói, Gógol y Dostoyevski. En 1896, la progresiva expansión de la tuberculosis, enfermedad de la que moriría algo más tarde, en 1904, le anunció el paso efímero del tiempo, y la proximidad de la muerte, hecho que fortaleció su ánimo de traspasar la mera realidad de los acontecimientos, sin pontificar o tejer grandes eventos, y concentrar todavía más sus obras, brevedad que, posteriormente, sería muy citada y bien acogida.
Al inicio de su estudio autobiográfico y científico sobre el llanto, El libro de las lágrimas (Editorial Tránsito, 2020), Heather Christle traza las líneas básicas de su narración, y hace una distinción fundamental que merece la pena señalar para este caso: «Lisa me habla de llanto paralelo, el llanto que acompaña al arte pero que no surge de él. No es el argumento lo que hace que se te salten las lágrimas; estas obedecen a otra fuerza. Me gusta, pues siempre he preferido las líneas paralelas a las perpendiculares. Las líneas perpendiculares son chejovianas; el arma descrita dispara. Las líneas paralelas son hitchcockianas: la presencia de la bomba es suficiente». Aunque pueda parecer menos atractivo ese factor perpendicular ahora, sobre todo con los juegos posmodernos y la complicación del tejido narrativo, es esa aparente simplicidad la que hizo que su influencia fuera tan decisiva, y se extendiera hasta autores como Richard Ford o Raymond Carver.
Quizá su elemento más definitorio, tanto en el terreno formal como en el contenido, es su capacidad para retratar y sugerir las acciones y la personalidad de los personajes, su identidad esencialmente, con muy pocos recursos. Esa contención (el escritor ruso siempre recomendaba borrar y minimizar) potencia los retratos psicológicos, y la condensación de las historias en varios intercambios y/o acciones. Como los protagonistas siempre responden de un modo afectivo, emocional, ante las acciones de sus semejantes, o las situaciones que se van produciendo, sus relatos también adquieren tintes filosóficos y teatrales que terminan de abrir, como veremos, el inicio y el final de las narraciones.
También tiene gran importancia el tiempo, que ya no es el ordenado o cronológico, propio de la vista desde arriba de la divinidad o la Historia, sino otro fragmentado e inesperado, con contradicciones y finales abiertos, como la vida. El relato El estudiante, por ejemplo, sugiere la importancia de pasear y estar en contacto con la naturaleza, algo que hoy en día echamos cada vez más de menos, y habla sobre la extraña intemporalidad del día a día: «De pronto la alegría bulló en su corazón y el joven incluso se detuvo por un instante para recobrar el aliento. El pasado —pensaba— estaba unido al presente por una cadena ininterrumpida de acontecimientos que se derivaban los unos de los otros. Y le pareció que justo hacía un instante había visto los dos extremos de la cadena: y cuando tocó uno de ellos el otro tembló».
Como señala Ricardo San Vicente en el prólogo de la antología Antón Chéjov. Los mejores cuentos (Alianza, 2012), el tema central que penetra toda su producción, y va fraguando el carácter de los personajes, es la libertad. Mejor dicho, lo que los modela en su «falta de libertad interior», y «su incapacidad de ser ellos mismos». No obstante, ese determinismo no es solo social, sino también individual, en el sentido concreto y personal de «interior», como se puede ver en el cuento Enemigos, donde un médico se ve expuesto a una serie de atropellos, y concluye: «Los desgraciados son egoístas, malévolos, injustos, crueles, y menos capaces de comprenderse mutuamente que los imbéciles. La desgracia no une a las gentes, sino que las separa; y donde parecería natural que el dolor común debiera fundirlas hay mucha más injusticia y crueldad entre ellas que entre las relativamente contentas».
Su elemento más definitorio, tanto en el terreno formal como en el contenido, es su capacidad para retratar y sugerir las acciones y la personalidad de los personajes, su identidad esencialmente, con muy pocos recursos.
La importancia de esa transformación, de hecho, es que no está ligada al ámbito sacro, ni tiene un carácter redentor. Por decirlo en términos contemporáneos, no sigue los patrones de autoayuda o «positivismo extremo» que se ven por doquier. En cambio, está relacionada con el espíritu interior del personaje y su digestión de los hechos en pequeños sorbos, por usar una palabra algo más corporal, hasta que consigue asimilar e incorporar el problema y llega ese momento. En realidad, es fruto de una acumulación o progresión, y no de un instante iluminador, como nos queremos creer ahora en nuestro día a día hiperacelerado. Tampoco emerge una certeza concreta, o una individualidad, gracias a la máxima del escritor ruso de «no pontificar», y dejar que las historias, sin añadidos o posturas ideológicas, hablaran por sí solas. Como consecuencia, cobran especial importancia las siguientes palabras, a modo de despedida de esta efeméride, en una carta que Chéjov le envió a Suvorin en 1889: «Escriba usted un relato de cómo un joven, hijo de un siervo, que ha trabajado en una tienda, que ha cantado en el coro de una iglesia, estudiante en un instituto y en la universidad, educado en el respeto a los grandes títulos, enseñado a besar la mano a los sacerdotes, a someterse a las ideas de los demás, a dar las gracias por cada pedazo de pan, apaleado muchas veces, obligado a ir a la escuela sin chanclos, cómo, después de santos sufrimientos, este joven elimina gota a gota el esclavo que lleva dentro, y cómo un buen día comprueba que por sus venas ya no corre sangre de esclavo, sino sangre de verdad, sangre humana».